jueves, 26 de febrero de 2009

IV.

Una hora transcurrió desde su entrada hasta el abandono del Consulado. Todo estaba listo. Aitor se había comprometido a realizar el trabajo que aquel hombre, al que hacía años que no veía, le había encargado. El sol anunciaba su inminente caída y la bienvenida de la luna y decidió buscar algún alojamiento. No creía tener demasiados problemas para encontrarlo; ahora disponía de dinero suficiente. No era como entonces, cuando el dinero a duras penas le alcanzaba para cubrir la comida y acababa en el camping de Arketa, en la playa de Laida, molestamente alejado del casco. De todos modos, optó por alojarse en el hostal Ibarra, un sitio acogedor, decorado de tal manera que se respiraba un ambiente antiguo, aumentando la sensación de comodidad, no en vano estaba en el mismo edificio que la Euskaltzaindia, la Biblioteca de la Academia de la Lengua Vasca.
Una vez resuelto el problema que suponía su estancia en la ciudad por la noche, resolvió que había llegado la hora de disfrutar y unirse a “los peregrinos nocturnos”, como él los llamaba. El dinero, curiosamente, no le incitó a derrochar haciendo ostentación en los ambientes selectos de la ciudad, sino que desfiló por los locales que ya conocía. Cuando iba sentado en el avión que le había traído hasta Sondika, estaba convencido de que acabaría en algún restaurante caro, tomando un buen bacalao al club ranero, con su fritada de cebolla, pimientos verdes, tomate y choriceros, acompañado de un Rioja Alavesa. Sin embargo, se encontraba en el Bikain, tomando una ensalada y una hamburguesa del tamaño de un balón de rugby. Aquella, definitivamente, era una buena vida. Sin obligaciones, con cosas sencillas alrededor, que son, al fin y al cabo, las que consiguen hacerle a uno feliz.
Cuando salió del Bikain, miró en torno suyo y, tras unos segundos de vacilación, decidió visitar La Granja, un pub muy próximo situado en la Plaza de España. Siempre le había gustado aquel local. Eran sus constantes transformaciones las que más llamaban la atención: por la mañana era un antiguo café bilbaíno, al mediodía se convertía en un restaurante y por la noche, era un pub que se veía desbordado por la ingente cantidad de “peregrinos nocturnos” que acudían sedientos de alcohol y fiesta.
Tras unas cuantas copas y algún que otro saludo a viejos conocidos, cruzó el Nervión y acudió a Indautxu. Allí había una calle, la del Licenciado Pozas, que le proporcionaría grandes dosis de juventud. A pesar de su madurez, se conservaba lo suficientemente bien como para seguir atrayendo a las veinteañeras, que ardían en deseos de encontrar a un hombre maduro, con experiencia, que les pagara la juerga y ellas, a cambio, le devolverían la invitación con horas de sexo desmedido.
Eran las cuatro de la madrugada y los golpes de la cabecera de la cama contra la pared impedían que el inquilino de la habitación de al lado pudiera conciliar el sueño. Seguramente era debido más a la insana envidia de no ocupar uno de los puestos que por los propios ruidos. El enigmático hombre que hacía tan solo unas horas que había llegado de Madrid, cesó en sus rítmicos movimientos, suspiró y relajó todos sus músculos. La veinteañera rubia intentó abrazarle y cubrirle cariñosamente de besos, pero él ya se había dormido y soñaba, precisamente, con el sueño de toda su vida. Con el sueño que por fin vería cumplido al día siguiente.

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