jueves, 27 de noviembre de 2008

V.

El lunes siguiente ya tuve la posibilidad de acudir a la Facultad y ser objeto de cientos de preguntas acerca de mi estado. Cientos de preguntas que acribillaban mi cerebro y que tuve que soportar hasta que llegó la que realmente me interesaba... y ni siquiera había reparado en ello.
- ¿Qué te ha pasado?
- Nada, esta mañana afeitándome.
Risas... cómo no. Era la misma pregunta que había estado martilleando mi cabeza toda la mañana, pero quien la efectuaba era Beatriz. Una chica con la que había coincidido en clase un par veces y cuyas conversaciones no traspasaban la odiosa barrera de la cortesía y la educación del saludo.
- No, venga, ¿qué te ha pasado? -insistió.
- Si bajas conmigo a tomar un café te lo cuento todo... con pelos y señales -sugería con un guiño de ojo.
- Ahora no puedo. El de Termodinámica va a hablar del examen. ¿Vas a faltar?
- Un café a tu lado lo justificaría, ¿no?
Pues parece que no. Yo acabé esa mañana en la cafetería, hablando de chicas o fútbol con Ángel y ella, en la clase 432, escuchando a Don Bartolomé Cañada, profesor titular de Termodinámica, amedrentar a todos los asistentes con el examen que se les venía encima.
Precisamente, hasta el día del examen de Termodinámica no la vería de nuevo. El examen daba comienzo a las ocho de la mañana. Había estado estudiando toda la noche y dudaba de que por mis venas en vez de sangre no circulara café. Eran las ocho y cuarto y corría desesperadamente por la Ciudad Universitaria, esquivando a los demás estudiantes. Cuando abrí la puerta y Cañada me traspasó con su mirada eran las ocho y veinte.
- Pase, pase, le estábamos esperando... -dijo en un tono inquietantemente malicioso- y nos iremos con usted.
- ¿Cómo?
- Que tiene el mismo tiempo para examinarse que el resto de sus compañeros, o sea, que terminará a la misma hora -contestó Cañada.
Comencé a responder a las preguntas con la tensión del momento y un incómodo acaloramiento debido a la carrera, que se tradujo en sudor. Cuando prácticamente había respondido a la primera de las cuestiones, una enorme, acuosa y cristalina gota de sudor se precipitó sobre las operaciones. “¡Mierda! ¿Qué ponía ahí? ¿Qué demonios ponía ahí?” Toda la respuesta dependía de que fuera capaz de acertar con aquella operación antes de que el sudor se encargara de hacerla desaparecer. “Eso me pasa por usar pluma en vez de boli”. Jamás averiguaré si el suspenso de Termodinámica de aquel año se debió a una gota de sudor o al resto de las respuestas dadas. Considerando la cantidad de horas que dediqué a estudiarlo no sé qué es más consolador.
Cuando todos finalizamos el examen, al mismo tiempo, salimos despavoridos al pasillo. Alguien me golpeó suavemente el hombro y tras girarme encontré ante mí a una radiante Beatriz.
- ¿Qué tal el examen?
Es curioso cómo, en ocasiones, en tan sólo unas décimas de segundo nuestro cerebro es capaz de sopesar dos o tres respuestas posibles y escoger la más adecuada. Mi cerebro, en cambio, debe de ser la excepción y va a piñón fijo, como suele decirse:
- Si bajas conmigo a tomar un café te lo cuento todo.
Sonrió, dudó unos segundos y cuando estaba seguro de que se negaría me sorprendió con un “Vamos”. No podía haber salido mejor salvo, claro está, que hubiera dicho un “Vamos, yo invito”, pero no siempre consigue uno todo lo que quiere. Después de la pequeña y protocolaria ceremonia del “qué tal el examen” y el “cómo llevas el curso”, la conversación comenzó a cobrar verdadero interés. Supe que no tenía novio, de hecho hacía bastante que no salía con nadie.
- ¿Y eso? Una chica siempre que quiere tiene candidatos y más una chica como tú -dije.
- Vaya, gracias -sonrió-. Pero desde que regresé de Irlanda hace casi dos años no he salido con nadie. Allí acabé muy mal con un chico y estoy muy bien sola.
“Eso es porque no has estado conmigo”, pensé.
- ¿Y cómo se lleva?
- Bien, bien... supongo.
- Tú haces como yo, ¿no? -dije- También estoy solo y voy, como digo yo, “mariposeando” de flor en flor, hasta el día que me canse y me pose definitivamente en una.
- Pues ten cuidado -advirtió con una pícara sonrisa-, y cuando lo hagas asegúrate de que no es una planta carnívora.
Se levantó y tras despedirse se fue a su clase de Óptica. Permanecí sentado en la silla, siguiéndola con la vista hasta que desapareció por las escaleras. Me gustaba. Esa chica me gustaba de veras.

martes, 25 de noviembre de 2008

IV.

La luz taladraba dolorosamente mi retina. Abrí poco a poco mis ojos y lentamente apareció ante mí el rostro de una mujer. Debía de rondar la cincuentena y, desde luego, no resultaba nada atractiva. Me agitaba insistentemente a la vez que apretaba sus fuertes manos contra mis hombros, como queriendo unirlos a la altura del cuello.
- ¡Despierta ya, chico! ¡Despierta! Deja ya de soñar -gritaba la enfermera, cuyo parecido con la anterior, con aquella pequeña gran diosa que únicamente podía actuar como lo hizo en mi sueño, era completamente nulo.
- ¿Qué estabas soñando, muchacho? Se te oía desde la otra punta del hospital.
- ¿Se me oía? ¿Y qué decía? -quise saber, arriesgándome a caer en un estrepitoso ridículo.
- Nada, sólo gritabas... y cuando he llegado aquí, justamente te has callado y estabas con una sonrisa de oreja a oreja -se calló un instante, frunció el ceño logrando parecer aún más fea de lo que era y preguntó- ¿Te han dado algún sedante?
- Pues no lo sé... ni siquiera sé cómo he llegado aquí.
Tras esta breve conversación, la enfermera desapareció por la puerta, desconcertándome al no descubrirme el misterio de mi llegada. “Me duele todo el cuerpo” había dicho en el sueño; ¿por qué sólo son este tipo de cosas las que siempre se trasladan de los sueños a la realidad? De la otra enfermera, ni rastro y, en cambio, tenía a la vieja que me transformaba cada vez que me cogía en una coctelera humana. ¡Claro que me dolía todo el cuerpo! Por fuera y por dentro. La decepción que me produjo la nueva enfermera resultaba más dolorosa que la paliza propinada por los tres matones. ¡Parecía tan real! Habría cumplido uno de mis grandes sueños frustrados: acostarme con una cuarentona viciosa.
“Algún día” me digo siempre. Tiempo al tiempo, para ese y para el resto de los sueños. Pasar una noche frenética de lujuria y pasión con una negra o meter la cabeza debajo de un grifo de cerveza son dos de los otros grandes sueños. O al menos de esos deseos que uno siempre anuncia cuando se está reunido con los amigos y le apetece bromear... El problema es que a mí siempre me gusta bromear.
Tendido sobre la cama estuve a punto de llorar. Nadie me veía y, por un momento, sentí deseos de desahogarme soltando alguna lágrima. Sueños, deseos... son palabras tan sencillas de decir y que encierran tantas cosas... Allí estaba, en un hospital cuyo nombre desconocía, con el cuerpo deshecho a fuerza de golpes y solo. La enfermera me había preguntado que si llamaban a algún familiar y la respuesta... la de siempre: No.
No quería a nadie a mi lado. Sin compañía estaba muy bien, perfectamente. No sé qué clase de persona soy. Me había convertido en un auténtico ermitaño mental y de seguir así me iba a quedar solo. Pero me agradaba la idea de vivir en soledad. Siempre lo había hecho así, aunque se tratara de una soledad ambigua y efímera, porque sabía que en el momento que yo quisiera podría romper esa soledad. Sin embargo, si continuaba actuando de aquel modo, jamás podría dar marcha atrás y no saldría de esa soledad. Era como si mis sentimientos se hubieran esfumado. Quería a mucha gente, quizá a demasiada y ese era el verdadero problema. Es imposible querer a tantos... En cualquier caso, parecía que en el fondo pretendía desvincularme de aquellos lazos afectivos. Me asustaba la situación pero no deseaba cambiar. Buscaba un motivo para hacerlo y no era capaz de encontrar ninguno lo suficientemente poderoso como para modificar mi comportamiento. Si había de cambiar, que fuera por sí solo, yo no pensaba poner nada de mi parte.

lunes, 24 de noviembre de 2008

III.

La luz taladraba mi retina dolorosamente. Abrí poco a poco mis ojos, y lentamente apareció ante mí el rostro de una mujer. Debía de rondar la cuarentena y resultaba muy atractiva. Me miraba cálidamente con sus ojos claros y sonrió mientras me acariciaba la frente, dando muestras de un cariño que de veras reconfortaba.
- Ya ha pasado todo. ¿Qué tal? -preguntó con una voz dulce y desconcertantemente sensual.
- Bien... creo -contesté-, aunque me duele todo el cuerpo.
La mujer sonrió de nuevo. Despertaba en mí calenturientos pensamientos más propios de un adolescente en plena eclosión sexual. Se incorporó y desabrochando los botones de su bata blanca de enfermera anunció:
- Tranquilo, yo sé quitarte el dolor.
La bata se deslizó suavemente por su cuerpo hasta caer al suelo, descubriendo sorprendentemente el más absoluto de los desnudos. Sus labios carnosos esbozaron una nueva sonrisa ; esta vez permitió que asomaran sus dientes y, lentamente, como no queriendo romper la quietud del momento, humedeció con su lengua aquellos labios que tanto comenzaban a obsesionarme. La sábana de mi cama hacía un buen rato que se elevaba por encima del nivel normal, mostrando abiertamente una poderosa erección.
- Vamos, cariño -dijo la ardiente enfermera-, súbeme aún más la temperatura.
A continuación resolvió meterse en la cama y tumbarse cubriendo mi cuerpo duramente castigado que, milagrosamente, parecía haber sanado por completo. Noté la agradable presión de sus senos contra mi pecho y cómo me besaba apasionadamente, introduciendo su lengua, explorando en mi boca. Mis manos codiciosas se movían torpemente, queriendo palparlo todo. Ella, en cambio, sabía perfectamente cómo debía actuar. Prueba de ello era la destreza con que en un abrir y cerrar de ojos se deshacía de mi pantalón. Los jadeos entrecortados se sucedían y mientras me cubría de besos y suaves mordiscos comenzó a masturbarme. Quise corresponder y se oyó un suspiro de placer. De pronto, y a medida que lamía mi pecho, mi cuello, la penetré. Un desgarrador jadeo se dejó oír en la habitación. Se irguió, apoyando sus rodillas sobre el colchón, y comenzó a moverse de adelante a atrás. La anárquica oscilación de sus pechos, enhiestos, amenazantes, acompañaban al vaivén de su cuerpo. Adelante, atrás, adelante, atrás... cada vez más rápidamente. La cama temblaba y los golpes de la cabecera contra la pared desconchada tan sólo eran amortiguados por los jadeos al unísono de ambos, que se confundían en una partitura de placer desenfrenado.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

II.

Alcanzaba a ver a lo lejos la plaza de Manuel Becerra. Recordé los perritos calientes que preparaban en un bar de la zona. La imagen de uno de estos perritos con su salchicha grasienta, empapada en ketchup y mostaza y envuelto en una servilleta aún más calada por las salsas me despertaron unas terribles ganas de vomitar. Estaba tan borracho que incluso tuve la odiosa sensación de estar oliendo la pegajosa fragancia del perrito. Me agaché un poco, apoyándome con la mano en una farola y contemplé impávido cómo me salpicaba los zapatos y los pantalones de una asquerosa sustancia maloliente. Debía de ser en gran parte whisky porque no había comido nada durante toda la noche. Me incorporé, extraje de mi bolsillo un pañuelo de papel y me limpié los labios. Cuando giré sobre mis talones y di media vuelta me encontré con tres tipos de apariencia cuanto menos sospechosa.
- ¿Tienes fuego?-preguntó uno de ellos.
- No, que va, no fumo -balbuceé, dado que mi estado no me permitía hacer mucho más.
- ¿Y dinero?
¡Bingo! Había dicho la palabra clave: “Dinero”. Sentí cómo la embriaguez se había esfumado de repente y en un abrir y cerrar de ojos tomé la decisión de salir corriendo. Por desgracia, el movimiento y la coordinación de mis piernas no era todo lo bueno que hubiera sido deseable y no tardaron en darme alcance.
- ¿A dónde vas, hijo puta? ¿Eh? ¿A dónde? -preguntaba el que parecía ser el jefe en un tono que no sugería que me esperase una noche demasiado agradable.
Siguieron hablando y gritando pero no entendía nada. Tras el primer golpe, noté cómo la sangre me empapaba la cara y quedé considerablemente aturdido. Uno de ellos me cogió fuertemente de los brazos desde atrás mientras los otros dos, que parecían doscientos, practicaban con mi rostro y mi vientre unas cuantas series de directos y ganchos de izquierda. Sentía que la cabeza me iba a explotar y cómo algo en mi interior se detonaba provocando un terrible dolor agudo. Continuaban golpeándome, desollándose los nudillos contra mi rostro ensangrentado. Yo forcejeaba inútilmente para intentar liberarme. No aguanté más y, prácticamente, había traspasado el umbral de la consciencia cuando cesó mi resistencia. Me soltaron y mis piernas no pudieron seguir sosteniéndome por más tiempo y caí al suelo golpeándome la cabeza contra el pavimento. Cogieron mi cartera y la vaciaron sobre mi pecho para después recoger de él lo que les interesó. Dieron media vuelta y se fueron.
Tendido en la acera, en medio de un charco de sangre, me incorporé y, una vez más, tuve que decir una solemne estupidez que me costaría un disgusto:
- ¡Hey! ¿No vais a invitaros a nada ahora que habéis cobrado?
Lo último que vi fue al jefe corriendo hacia mi, mordiéndose con rabia la lengua, levantando la pierna hacia atrás y... ¡Flash! Una oscuridad absoluta, nada más, pero a juzgar por los nueve puntos de sutura de la cabeza debió de ser una patada espectacular.

martes, 18 de noviembre de 2008

PRIMERA PARTE: PARANDO A REPOSTAR

Allí estaban los coches, de un lado para otro, devorando kilómetros de asfalto a toda velocidad. Enterrando la ciudad bajo sus ruedas con una indiferencia que sólo alteran lo imprescindible... Lo imprescindible para no colisionar con el resto de los coches. En todos los sitios es igual. Siempre igual.
Aquella noche estaba demasiado borracho. ¿Para qué? Buena pregunta. Demasiado borracho para conducir, demasiado borracho para continuar soportando la cara de una rubia que se me había pegado literalmente toda la noche y ni siquiera me acordaba de su nombre. Creo que nunca lo supe. Casi no me acordaba del mío... En definitiva, demasiado borracho para darme cuenta de que ir andando hasta mi casa supondría más de una hora de penoso caminar y algún que otro disgusto.
- ¿Y ahora te vas?
Las rubias. Siempre las rubias tontitas. Nunca me han atraído y, curiosamente, siempre acabo con ellas... o ellas acaban conmigo. “¿Y ahora te vas?” He de admitir que no era una mala pregunta. Quizá debería haberla enfocado de un modo un tanto más inquisidor, porque si algo había querido dejarle claro a lo largo de la noche, es que en ese preciso instante, tenía la intención de darle la espalda a la Cibeles, a ella y a todos los demás peregrinos nocturnos de los más bajos antros para marcharme a casa.
- Sí, ¿no me ves?
- Pero qué pasa, ¿que te vas a casa andando?
- Ah, pues sí -contesté con sorprendente ingenuidad.
Una mirada perdida, un suspiro y una mano engullida por la melena rubia.
- ¡Pero qué gilipollas! Si vives en San Blas... -el sonido de su voz, cargado de desprecio, a duras penas me llegaba.
- ¡Eso, San Blas! ¡Joder, todo el rato pensando a dónde tenía que ir! -bromeé, golpeándome la frente con la palma de la mano.
Se rió. ¿Qué otra cosa podía hacer? Enfadarse, por ejemplo. A decir verdad, nadie ha dicho que ambas situaciones sean incompatibles, de hecho, así quedó demostrado. Era el momento preciso para una despedida y no una despedida cualquiera. Aquella velada había resultado tan terrible y patéticamente tediosa que merecía por méritos propios un broche a la altura de las circunstancias: una despedida desconcertante.
- Adiós... seas quien seas.
Caminé por la calle Alcalá. No quise girar la cabeza hacia atrás porque la escena, seguramente, era idéntica al resto. Una rubia exuberante, con una minifalda tan tristemente corta como su coeficiente intelectual y una expresión en el rostro producto de la indignación y confusión del instante. Las miradas de los peregrinos se repartían entre ambos, aunque no como consecuencia de los mismos motivos. El sector masculino sería para ella; su minifalda se hacía aún más corta y su escote aún más ancho bajo sus miradas obscenas. El sector femenino, en cambio, para mí, pero sus miradas me acribillarían la espalda y en vez de un “Vaya cuerpo” sus mentes gritarían a pleno pulmón un contundente “Cabronazo”, que inmediatamente después de observar a sus acompañantes acalorados por la visión de la rubia se transformaría en un “Todos los tíos sois iguales”.
En cierto modo es así. Pero todas las mujeres son iguales. Todos somos iguales. Somos como los coches. Circulamos a toda velocidad con cuidado de no chocar con los demás y, de vez en cuando, paramos un breve instante para repostar en compañía de alguien... así hasta que llega el día en que te estrellas. Cada uno tiene un modelo distinto de vehículo. Los hay sofisticados y clásicos, grandes y pequeños o seguros e inseguros, pero todos, absolutamente todos recorren el mismo camino.
Esta fue una de las deducciones que obtuve de aquel paseo por la calle Alcalá mientras mi cerebro navegaba hasta hundirse, una vez más, en whisky. Incluso hallé la metáfora adecuada para esos pobres locos que aseguran haberse reencarnado: los coches de segundamano.