viernes, 30 de enero de 2009

II.

Pedro se levantó aquella mañana entregado por completo a la rutina diaria. Tras haberse incorporado de la cama, fue deslizándose por el pasillo, procurando no hacer demasiado ruido para no despertar a su familia. Entró en el cuarto de baño y se sorprendió al descubrir que Nacho no se encontraba en él. Solían coincidir todos los días, en ese espacio de tiempo en que uno finaliza sus tareas de aseo y otro las comienza. Pero aquella mañana no se encontraron. Media hora después, Pedro salía del cuarto de baño perfectamente afeitado y con un pelo engominado impecablemente. Se dirigió al cuarto de Nacho con la intención de darle los rutinarios “buenos días”, pero su hijo tampoco estaba allí. Su cama no había sido deshecha; las sábanas se hallaban inmaculadamente estiradas, sin una sola arruga que revelase que hubiera sido ocupada por la noche. Pedro no supo cómo reaccionar durante unos segundos. Miraba atónito la sábana pulcramente extendida y por su mente comenzaron a precipitarse desordenadamente una larga lista de lugares en los que podía encontrarse su hijo.
Esta vez no se deslizó a lo largo del pasillo, corrió desesperadamente hacía su dormitorio en busca de su mujer. Clara se despertó sobresaltada.
- ¿Qué pasa, Pedro?
- Nacho no está.
- ¿Qué?
- Que no está -repitió el padre-, que no ha pasado la noche aquí.
- ¿Cómo que no ha pasado la noche aquí? -preguntó Clara.
- ¡Que no, joder, que no! ¡Pareces tonta!
Una vez que se hubieran calmado, buscarían la agenda de su hijo entre las montañas de papeles que se amontonaban en su escritorio. No encontraron más que sus restos calcinados en una papelera. Nacho debía de haber quemado la agenda antes de irse. Ya no cabía la menor duda. En un principio, los padres habían pensado que su hijo estaría seguramente en casa de Ángel o de algún otro amigo. Ahora, en cambio, permanecían mirándose fijamente, en silencio, al pie de la papelera que contenía las cenizas de la agenda. Clara se llevó la mano a la boca. Una lágrima resbaló por su mejilla.
- No, Dios mío, no, por favor -suplicó mientras se encaminaba rápidamente al armario de su hijo. Abrió bruscamente las puertas de madera de roble y cuando observó la ropa que descansaba en las baldas se dejó caer sobre sus rodillas, emitiendo un grito histérico. Faltaban unas cuantas prendas. Pedro se acercó y la rodeó con los brazos, tratando de consolarla.
- ¡Déjame, cabrón! -gritó Clara-. La culpa la tienes tú, hijo puta, que siempre estás peleándote con él.
Pedro la soltó, como quien se desprende de algo inútil y molesto.
- ¿Yo? Pero qué mala eres, ¡qué mala eres! Tú si que estabas siempre peleándote.
El intercambio de insultos y acusaciones aún duraría unos diez minutos. Cuando repararon en que el tiempo corría en su contra cesaron en sus mutuas descalificaciones y llamaron a la policía. En mitad de la angustiosa excitación y el frenético histerismo del que eran objeto, recibieron bruscamente desde la centralita policial, como un pesado y duro mazazo, la fatídica pregunta:
- ¿Es mayor de edad?
Esperó la respuesta afirmativa, que se demoró un tanto por el desconcierto producido ante aquella pregunta.
- Pues no lo podemos considerar todavía como una desaparición. Puede haber ido a cualquier sitio, por cualquier motivo. Lo siento.
- Escúcheme, señorita -exigió Pedro con crispación-, mi hijo no se iría toda la noche fuera sin decirme nada, ¿me oye?
- Lo siento de veras, pero no han transcurrido las horas necesarias para considerarlo desaparición.
La desolación se instalaría en casa de Pedro y Clara, empapando el ambiente de una pegajosa sensación de vacío, de profunda decepción. ¿El remedio? Aquello no tenía remedio, aunque ellos lo ignoraran e intentaran por todos los medios retener a su hijo, todas las puertas estaban cerradas... y únicamente Nacho era capaz de abrirlas de nuevo, pero se encontraba demasiado lejos para hacerlo, para coger las llaves de esas puertas y utilizarlas. Llaves que se habían fundido a la vez que la agenda quedaba totalmente calcinada, sin posibilidad alguna de recuperarla.

jueves, 29 de enero de 2009

SEGUNDA PARTE: CAMBIO DE RUTA

Beatriz esperaba la llegada de Nacho... o Iñaki, como le llamaba. Para ella siempre había sido Iñaki. Con el resto de la gente aquel muchacho se comportaba como Nacho, pero con ella, pensaba, era Iñaki. Eso le servía para diferenciarle. ¿De qué? No, no era esa la pregunta; sería más correcto cuestionarse de quién: de todos. Nacho era su posesión, no cabía la posibilidad de que cayera en manos ajenas. Si los demás querían a ese chico, deberían conformarse con un burdo pedazo de Nacho... el resto de Iñaki sería plenamente para Beatriz.
Pero Nacho, Iñaki o como se designe al muchacho que hacía breves minutos, había subido los escalones del entarimado desgastado, había desaparecido. Beatriz seguía esperando, emocionada, el regreso de su novio a la mesa. Sentía unos incontenibles deseos de estrecharle en sus brazos y cubrirle de besos. Le amaba. Tras haber escuchado aquella canción, había saltado un resorte en su corazón. Un resorte que despertó una extraña sensación de vacío, la cual, al mismo tiempo, le producía un lleno absoluto. Era demasiado confuso. Sabía que quería a Nacho, pero hasta el preciso instante en que escuchó boquiabierta aquel tema, no había sido consciente de que le amaba.
Pero Nacho había desaparecido. Un cuarto de hora. Los cubitos de hielo totalmente derretidos en el refresco. Las lágrimas secas en el pañuelo de papel. Aquella silla vacía en frente de Beatriz comenzaba a angustiarla. Se preguntaba una y otra vez dónde estaría, cuando llegaría. Quince minutos eran demasiados minutos. Beatriz pasaba el vaso del refresco de una mano a otra inconscientemente, inmersa en sus pensamientos. Reparó en que ni siquiera sabía que Nacho tocara el piano. Este hecho no era aislado, encabezaba una larga lista de datos del pasado de Nacho que no habían visto la luz para ella. Por un momento creyó que amaba a un completo desconocido. Comenzó a repasar todo cuanto sabía acerca de él y era incapaz de recordar más de diez ocasiones en que se hubiera abierto a ella. Y curiosamente, jamás lo había necesitado. Nacho parecía tener la enigmática habilidad de hacer olvidar su curiosidad a los que le rodeaban. Todo el que estaba junto a él sentía la necesidad de abrir las puertas de su pasado, de su presente e, incluso de su futuro, de par en par y le invitaba a instalarse. Sin embargo, Nacho acababa convirtiéndose en el huésped bohemio, extravagante, extraño. A los ojos de los demás, que precisaban de él más de lo que quisieran, ya no era extraño. Era preferible pensar que era especial.
Pero Nacho había desaparecido. Media hora. La pareja de la mesa de la derecha se reía tímidamente, como no queriendo irrumpir con escandalosas carcajadas en el silencio del local, enmarcado por las notas del piano. Él cogía las manos de su pareja y hablaba suavemente. Ella esbozaba en su rostro una sonrisa y el brillo de sus ojos despedía diminutos destellos de felicidad. De pronto, el hombre levantó su mano izquierda, rodeó despacio la nuca de su amada y acercó sus labios al oído. Susurró unas palabras que produjeron un efecto de asombro y alegría en la mujer. Ella, con los ojos vidriosos, le besó suave y profundamente... como sólo dos enamorados saben besar. Beatriz contemplaba la escena y trataba de convencerse de que de un momento a otro Nacho aparecería de nuevo y se sentaría en su silla. Cogería sus manos y conseguiría que la sombra de la tristeza se esfumara de su faz. Le diría que la amaba y expresaría sus deseos de permanecer junto a ella el resto de su existencia. Y se besarían y , probablemente, acabarían la noche en su casa, haciendo el amor en la cama de sus padres y prometiéndose felicidad eterna.
Pero Nacho había desaparecido. Una hora. La pareja de la mesa de la derecha había abandonado el local cogida de la mano. Beatriz se estaba engañando. Y lo sabía. Sabía que Nacho no regresaría, que su “Te quiero, hasta la vista” había sido definitivo. Sabía que aunque permaneciera sentada en aquella silla hasta que cerrasen el pub, no le volvería a ver. Sabía, en definitiva, que Nacho había desaparecido. Sólo esperaba que no fuera para siempre, pero incluso en ese deseo creía estar engañándose.

martes, 27 de enero de 2009

XVII.

Era una noche como otra cualquiera. La oscuridad se había dejado caer por la ciudad y me encontraba en la calle de Beatriz. Permanecía sentado en un banco de madera tan carcomida como mi decisión. Intentaba concentrarme en lo que iba a hacer ; no quería que nada saliese mal, no esta vez. Fui a un bar próximo a la casa de Beatriz y me dirigí al teléfono. A medida que iba marcando los números notaba cómo se abría ante mi una grieta insalvable, y marcaba más y más rápidamente.
- ¿Diga? -contestó Bea. Era ella, estaba seguro y, precisamente por eso colgué. Me había quedado en blanco, sin palabras. Nunca me había sucedido algo parecido y me sentí estúpido. Volví a marcar y, esta vez, la grieta me engulló.
- ¿Diga? -era de nuevo ella.
- ¿Bea? ¿Qué hay? ¿Qué tal?
- Bien, bien... Oye, ¿dónde estás, que se oye tanto jaleo?
- En el bar que hay debajo de tu casa. ¿Bajas un momentito?
- Dame cinco minutos -contestó y la voz se perdió bruscamente en el pitido de la línea cortada.
Aquellos cinco minutos siempre eran diez, pero en esta ocasión fueron realmente cinco y esa noche comenzó a no ser una noche cualquiera. Sugerí que fuéramos a un bar que conocía muy bien : La Pérgola. Las últimas noticias que me habían llegado acerca del local aseguraban que el dueño había cambiado ; Diego se había esfumado. Ojalá lo hubiera hecho para siempre. En cualquier caso, el piano seguía allí, esperando, quizá, mi regreso. Me agradaba la idea de figurarme al piano con vida propia, echándome de menos porque como yo nadie lo ha tocado ni ha interpretado canciones tan tristes.
Cuando llegamos, lo primero que hicimos fue pedir dos cervezas y sentarnos en una de las mesas situadas al fondo, desde donde se veía el escenario y la luz era muy tenue. Comenzamos a hablar de banalidades, como siempre hacíamos, para terminar discutiendo sobre nuestros futuros, que siempre eran distintos y separados el uno del otro, aunque se suponía que nos amábamos. “Mecanismos de defensa”, que suele decirse... Ella se imaginaba ejerciendo su carrera, soltera, independiente y sin haber perdido por el camino ninguno de sus rasgos más distintivos. Sonaba bien, muy bien. “¿Y tú?”, me preguntó. “Yo no me imagino, ni sé ni quiero imaginarme mi futuro. Sólo sé una cosa y cuando llegue el día habrá llegado pero eso es todo”. Respuesta, cuando menos, desconcertante, pero ella estaba acostumbrándose a ese tipo de contestaciones, a las que ya restaba importancia.
- ¿Tan quemado estás de todo?
- ¿Quieres que te diga la verdad? Hasta hoy voy tirando con lo que tengo, que aunque no es poco, no es suficiente. Y me fastidian muchas cosas y no tengo demasiada suerte con nada... Hasta el día que me harte, pase de todo y quiera desconectar. Ese día cogeré lo imprescindible, me haré con una caravana y si te he visto no me acuerdo. Será un adiós inesperado y definitivo. Llegaré donde nadie me conoce y donde nadie se interese por mi. Dicen que los lugares cambian pero las personas no. Es cierto. También aseguran que huyendo no se gana nada...
- Y es cierto -interrumpió Beatriz.
- ¿Sí? Pues yo digo que tampoco se pierde demasiado. Y algún día puede que lo demuestre.
- No serás capaz. Decirlo a la ligera es muy fácil, pero del dicho al hecho hay mucho trecho.
-¿Tú crees? Pues lo haré y muchos me pedirán que vuelva y eso únicamente servirá para alejarme aún más... aunque allá, en el mismo quinto infierno, lo esté pasando fatal y malviviendo, pero estaré malviviendo mi propia vida y seré casi libre. Y me tiraré veinte años ahorrando dinero para que cuando llegue el 13 de marzo del 2013, me compre un traje elegante y caro, compre dos pasajes para Nueva York, te llame y te haga el mejor regalo de cumpleaños de toda tu vida, enredados desnudos entre las sábanas de un hotel de la Quinta Avenida. Y ese día ya sí seré libre, completamente libre, habiendo dejado atrás a todo y a todos.
Beatriz estaba pálida y sus ojos brillaban tanto que parecía que iban a rebosar. No sabía qué hacer, qué decir... pero yo sí. La besé y me correspondió con uno de esos escasos besos sinceros. “Te quiero... espera un momento”. Me levanté y hablé con el dueño del local. Tras una breve conversación y un intercambio de palabras por dinero me dirigí hacia el escenario. El pianista que hasta entonces había estado tocando, dejó de hacerlo y me cedió su sitio, obedeciendo la seña del dueño. Bea estaba completamente desconcertada; no tenía la más remota idea de lo que estaba sucediendo.
Ajusté el asiento a la altura adecuada, respiré hondo y, tras mirar durante unos segundos ese piano, comencé a interpretar la mejor canción que jamás he compuesto... y era la canción de Bea. Lo hice como en los viejos tiempos, sin partitura. Era magnífica la sensación que experimentaba, llegando a dudar si aquello lo estaba haciendo por Bea o por mí. Ella, emocionada, lloraba. Y me sentí el hombre más feliz del mundo, aunque sólo durase unos instantes, incluso el más amado. Terminé la canción y con un “Te quiero, hasta la vista” desaparecí por detrás del escenario. Bea se quedó allí esperando a que me reuniera de nuevo con ella. Ignoro cuánto estuvo realmente.
Después de unos minutos, supongo que se daría cuenta de que, recordando mi pasado, intentando recuperarlo de algún modo, acababa de perder mi presente.

domingo, 25 de enero de 2009

XVI.

Allí estaba... una vez más. ¿Cómo era posible que aquel tipo no se diera cuenta de lo que me estaba haciendo? Y lo que es peor, ¿cómo no se daba cuenta ella? ¿O si lo hacía? Lo ignoro. Seguramente esta fue una de las razones que motivó el patético desarrollo de los acontecimientos posteriores.
No eran celos exactamente... o al menos eso creo. Descarto definitivamente la posibilidad de los celos porque éstos atacan únicamente cuando uno duda. Se trata de esa terrible duda que desmorona los cimientos más sólidos de cualquier seguridad. Aparece sin previo aviso, por la retaguardia y, en el momento más inesperado, ejecuta el golpe de efecto definitivo provocando el hundimiento más atroz.
No, no eran celos exactamente. Yo nunca fui víctima de esa certera duda. La incertidumbre no conseguía alcanzarme pues estaba escudado eficazmente tras la certeza de que Beatriz estaba realmente enamorada de mí. Cabría pensar que a pesar de hallarse en ese estado que se supone tan maravilloso, cayera en la antigua tentación del sexo. Sin embargo, la seguridad y confianza en ella eran tales que ni siquiera me planteaba el hecho de la infidelidad. Me agradaba pensar que en el penoso caso de que la tentación llamase a su puerta, tendría el mínimo tacto que se puede exigir y antes me lo diría... ¿o no?
No, no eran celos exactamente. Tan sólo me invadía una extraña sensación difícilmente definible, que me envenenaba las entrañas. En ocasiones, unos deseos febriles de golpear a Enrique se apoderaban de mí y juro que debía contenerme para no atacarle ferozmente. Y allí estaba una vez más. No lo soportaba. Con frecuencia se iba con ella sin mediar palabra o la acompañaba a lugares donde se suponía debería haber acudido yo. “¿Y no te importa?”, me decía Luna. La respuesta sólo podía ser una : “No, ¿por qué?”. No. Tras esa palabra nadie sabrá jamás el sufrimiento que yacía. Sentía que moría un poco por dentro cada día que llegaba a clase y les veía juntos de nuevo, o cuando me cruzaba con ella y ni siquiera me saludaba porque iba hablando con Enrique. Tras ese rotundo “no”, que para Luna no era tan rotundo, se hallaba toda una amalgama de sensaciones, todas ellas en contienda con cualquier sentimiento de felicidad. Y nadie lo sabía. Nadie.
“Joder, qué relación más rara”. Otra de las frases de Luna. ¿Qué relación? Llegaba un punto en que esa supuesta relación no era más que el espejismo esperanzador de una persona que se siente tan solo que dibuja a alguien en su mente, dotándole de todo aquello que precisa. Pero el espejismo se desmorona poco a poco. En un principio estaba convencido de que aquello saldría bien y creo que no era el único. Todo el mundo, incluso Ángel, estaba convencido de que no sólo formábamos una buena pareja, sino que llegaríamos muy lejos. Yo, en cambio, había fijado una fecha tope en la que se acabaría ese viaje y, sorprendentemente, el plazo ya había vencido... Pero no llegaríamos lejos. Me había equivocado al establecer el plazo con desastroso fin, pero el error era mínimo... tan mínimo como el amor que pareció sentir ella alguna vez por mí.
Estaba tan confuso que era incapaz de mantener un orden lógico en mis pensamientos. ¿Por qué hice lo que hice ? Quién sabe. Es la estúpida teoría de los fogonazos. Luna lo llamó en una ocasión, aquella vez a la salida del teatro, “impulsos”, pero siempre he preferido llamarlo “fogonazos”. Son situaciones en las que odiosamente condicionado por los acontecimientos que a uno se le han cargado paulatinamente a la espalda, se acaba por romper con todo. En lugar de desplomarse y hundirse sin vislumbrar posibilidad alguna de rehacerse, uno se inclina por descargar todo el peso... Lo terrible de estos espontáneos fogonazos es que fuerzan irremediablemente a dejar atrás tanto lo bueno como lo malo y partir a alguna parte, aún sin determinar, con el solo equipaje del recuerdo. Ni siquiera se puede decir que el valor sea tu compañero de viaje, porque cayó con el resto del lastre. Quien de veras sí te acompaña es la soledad, que siempre es fiel y proporciona conversación, esos larguísimos monólogos, tanto al que lo necesita como al que no, porque la soledad habla, y habla mucho... basta prestarle oídos. Eso es algo de lo que uno se da cuenta a medida que transcurre ese viaje a ninguna parte, cuyo destino está penosamente ligado al pasado a pesar de que uno ni siquiera quisiera asistir al presente.

sábado, 24 de enero de 2009

XV.

Con dieciséis años rocé el alcoholismo y la drogadicción. Conseguí salir del mal camino y, admirablemente, en casa, una vez más, nunca supieron nada. Estuvieron a punto de perderme y estaban tan ocupados en gritarse el uno al otro que no se dieron cuenta. ¿Necesitaba su apoyo para salir de aquella pesadilla? Creo que no. Creo que fue precisamente su ignorancia e indiferencia lo que me impulsó a abandonar ese maldito veneno que me destrozaba las entrañas. Cada grito, cada bofetón, suponían un nuevo impulso para seguir diciéndome “Hey, vamos adelante, que queda poco y tienes que demostrarte que no les necesitas... ni a ellos ni a nadie”. Ni siquiera a Marisa, a la que intenté sacar de su mortecino ambiente y fracasé. Incluso me costó más de una paliza por parte de Diego...
Y me lo demostré. No necesité a nadie y si no lo hice entonces, no lo haré jamás. Nunca me hará falta nadie porque más que un corazón, lo que tengo es una coraza demasiado sólida como para que alguien pueda traspasarla. Nadie. Nunca.
A los dieciocho años llegó a mis oídos la noticia de que Marisa había muerto : sobredosis. Se lo había advertido tanto... No me quiso escuchar. La grité hasta quedarme afónico y ni siquiera me oyó. Prefirió seguir escribiendo su particular partitura de vicio y destrucción, abrasándose en la hoguera mientras duró la leña.
- Sal de ahí.
- ¿Cómo? ¿Qué haré luego, Iñaki? Es mi vida. Mi partitura.
Me llamaba Iñaki, no sé por qué... como tampoco sé porque Bea lo hace. Son las dos únicas personas que me lo han llamado nunca.
- ¿Partitura? ¿Qué partitura?
- La de mi vida.
Silencio.
- Yo no soy como tú, Iñaki. Yo necesito una partitura para vivir.
Así se desarrolló la última conversación con Marisa. Di media vuelta y desaparecí.
La noche del velatorio acudí al tanatorio y dudé si entrar a verla o no. Finalmente decidí no verla. No quería que la última imagen que tuviera de ella fuera su tez pálida, enmarcada en un ataúd, con una apariencia tan fría... tan muerta. Deseaba recordarla en vida, aunque ya entonces estuviera medio muerta. A la salida del edificio me crucé con Diego. Una sensación de odio, asco y furia recorrió todo mi cuerpo, apoderándose de mí. Le propiné un puñetazo en el rostro, fracturándole el tabique nasal y haciéndole caer de espaldas. Desconcertado por el golpe y confuso por el dolor, se quedó mirándome. Mantuve la mirada unos instantes y me marché en silencio mientras pensaba : “Ese puñetazo por Marisa, por mi, por mi música y por todo lo que nos has hecho, maldito cabrón”.
¿Qué me ha dado mi música? Caos, destrucción, muerte y decepción. Y eso es muy difícil de olvidar. Cada vez que oyes un piano, la boca te sabe a whisky, el recuerdo te machaca el ánimo y el corazón se resiente. De la música conservo el éxito, la creatividad y una sensación de placer ilimitado, pero de mi música sólo conservo angustia y muerte, todo ello concentrado en dos temas: Dictadura y De dos años (compuesto tras la muerte de Marisa), que un día decidí no borrar porque, tal vez, sería lo único que volviera a sentir cuando lo escuchara... Y eso es muy difícil de olvidar.

miércoles, 21 de enero de 2009

XIV.

Durante unos seis meses estuve yendo a casa de Marisa, desplegando mi arte y mi sexo, que acabaron tan íntimamente unidos que a veces no conseguía discernirlos. Esa relación era una completa estupidez, pero no era consciente de ello y Marisa, con sus treinta y cuatro años, tampoco parecía querer darse cuenta. Seguimos alimentando aquella hoguera, cuyas llamas alcanzaron una altura impresionante, hasta que nos quedamos sin leña y se extinguió por completo... habiéndonos abrasado antes.
Una de las llamas más altas tuvo lugar en La Pérgola. Se trataba de un pequeño local al que acudían peregrinos nocturnos de toda índole. Su único lazo de unión era la droga y el alcohol y quisieron que yo participara de él. Llegó la noche del debut. “Conmigo vas a perder las dos virginidades”, decía Marisa. Y así fue. Por decirlo de alguna manera, esa noche me desvirgué musicalmente hablando, ante un patético auditorio de borrachos y drogadictos. Eran escoria, la lacra de una sociedad que los había creado y no tenía intención de destruirlos porque confiaba en su propia autoaniquilación. Estaban acabados, su moral esquelética se había desvanecido y no eran más que una burda pandilla de fracasados. Pero me aplaudían, me gritaban “Bravo, muchacho” y se mostraban como una alternativa, como una salida a mi penosa situación familiar. El dueño del local, Diego, decidió incorporarme a su equipo de cantautores, de extraños personajes que llegaban con sus instrumentos y conseguían que los asistentes borraran de sus mentes quiénes eran y de dónde venían y sólo supieran el motivo de su estancia en La Pérgola : consumir droga y alcohol.. Mi música, además, siempre era triste, melancólica y esto les envenenaba más aún, sumergiéndoles profundamente en el proceso de autodestrucción.
Era fantástico acudir todos los viernes y, dejando a un lado las partituras que ni siquiera sabía leer, tocar el piano y cantar mis propias canciones. Acabada la actuación, acostumbraba a tomar un par de cubatas. Pronto fueron cuatro, seis... y el “después” fue “antes” y cuando actuaba lo hacía tan borracho que a duras penas conseguía recordar la letra de mis canciones. Y me daba igual. Continuaba tocando, con la mirada perdida y la consciencia rozando el límite. Y me daba igual. Los estudios comenzaron a empeorar notoriamente y el entrenador del equipo de baloncesto amenazaba con expulsarme por haber llegado apestando a whisky a algún entrenamiento. Incluso habían despedido a Marisa del instituto. El cóctel de drogas (en las que me inició ella, de nuevo), alcohol y sexo se volvía cada día más explosivo, se convertía en un auténtico cóctel molotov en el que la mecha era la música. Y me daba igual... como igual parecía resultar en casa, donde jamás se supo nada.
Una noche, mientras tocaba Dictadura, mi cerebro no pudo soportarlo por más tiempo y desconectó. Me desplomé, nublándose la vista hasta quedar inmerso en la más absoluta oscuridad y cayendo contra la tarima del escenario. Diego era el único sobrio en el local. Siempre son los jodidos camellos los que no consumen nada, de hacerlo sería su perdición. Son lo suficientemente astutos como para simular ante sus sonados clientes que están colocados, cuando en realidad no es así. Era el único realmente consciente y no me ayudó. Se limitó a arrastrarme hasta el Parque del Oeste, próximo al local, y a abandonarme allí.
Lo más grave no fue que me dejara tirado cuando más lo necesitaba. Ni que me introdujera en su viciada burbuja y me expulsara de ella cuando le vino en gana. Ni que estuviera a punto de arruinar mi vida. Lo más grave es que grabara mis actuaciones y me robara mis canciones. Eso sí que es grave. Grave es que hayas luchado y sufrido por algo que casi te deja en la cuneta y sea otro el que obtenga el fruto. Grave es que escuches un tema tuyo, con pequeñas modificaciones, en la radio y te des cuenta de que el gilipollas que lo interpreta quizá triunfe... y tú no puedes hacer nada para evitarlo. Sólo llorar a solas y maldecirte una y otra vez. Eso sí que es grave.

martes, 20 de enero de 2009

XIII.

El piano. Cada día que pasaba tenía más deseos de tocar el piano. Deslizar suavemente las manos sobre las teclas, blancas y negras, cambiar el ritmo estrepitosamente con aquel estilo tan particular que yo tenía... que Marisa me había enseñado. Sí, sabía perfectamente que el día menos pensado volvería a sentarme delante de un piano y tocaría sólo para Bea ; lo haría horas y horas porque habría logrado combinar dos de los elementos más importantes y determinantes en mi vida : Bea y la música. Ambas tienen algo en común que las hace únicas e inigualables : no sólo hay que saber tocarlas para que funcionen, sino que cuando uno cree haberse hecho con las riendas y dominarlas, acaba por darse cuenta de que el dominado es él, sin ni siquiera querer remediarlo. Pero con todo, estaba convencido de que un día llamaría a Bea, le cantaría el mejor tema que jamás he compuesto y en ese momento no habría marcha atrás... una vez más. Regresaría la oscuridad... y se acabó.
No obstante, es tan difícil sentarse otra vez en la banqueta del piano... Y, sobre todo, es tan duro olvidar todo lo que pasó... Yo no era más que un crío pero eso no pareció importarle a nadie. Tal vez porque maduré demasiado rápido. Quince años, contaba únicamente con quince años cuando me introduje en un mundo que casi acaba conmigo. Recuerdo a Marisa muy bien, tal vez, excesivamente bien. Dicen que, en ocasiones es mejor recordar a los muertos que atender las necesidades de los vivos y es cierto. Sin embargo, en el caso de Marisa, preferiría que la memoria se esfumara por completo.
Estaba en primero de B.U.P. y Marisa era mi profesora de música. Poco a poco fuimos intimando, a medida que conocía los intrincados caminos de la música. Todo comenzó por mis deseos desmedidos de aprender a tocar el piano. Marisa me enseñó. Sí, me enseñó más de lo que yo le había pedido... Pronto descubrimos que tenía un don especial para la música ; era capaz de captar ciertas melodías sin necesidad de partitura, tono o conocimiento de solfeo. Aquel año adquirí una sorprendente soltura con el piano. Marisa intentó convencerme para que me presentase al concurso del instituto, pero sólo consiguió arrastrarme a una de las sillas del jurado. Odiaba y odio los concursos porque el arte que uno ha creado con tanto mimo e ilusión termina prostituyéndose por unos miles de pesetas. Lo más lamentable es que, a pesar de tenerlo muy claro, prostituí mi arte sin contemplaciones.
Cuando iba a casa de Marisa sufría una transformación, que alcanzaba su cima en el preciso instante en que apoyaba mis manos sobre las teclas del piano. El sonido inundaba la estancia, cerraba los ojos y notaba cómo la música penetraba en mi cuerpo y fluía por mis venas. Era magnífico aquel trance, aquel estado onírico en el que me perdía y con el que Marisa disfrutaba. Pero ella quería más y más. Y lo consiguió.
Una tarde, tumbados encima de su cama, charlábamos acerca de la música. Comenzó a sugerirme que conocía un local donde se tocaba el piano y que, quizás, ella podría mover unos hilos para que tocara alguna noche. Era lo que siempre había deseado. Me avalancé sobre ella y le di las gracias abrazándola. Me besó. Fue tan inesperado que mi única reacción fue corresponder con otro beso, al que sucedieron otros tantos que degeneraron en dos cuerpos desnudos siguiendo un ritmo frenético, apasionado... Aquel día, no sólo perdí la virginidad, sino que además, me adentré en un laberinto oscuro, tenebroso del que casi no logro escapar.

jueves, 8 de enero de 2009

XII.

- Qué pena que no haya salido al final lo del viaje, ¿verdad? -dijo Beatriz.
- Hombre, pues más bien. La gente tenía muchas ganas, pero bueno, otra vez será -quise dar un pequeño giro a la conversación y pregunté-. ¿Cómo es que no me lo dijiste tú? Me enteré por casualidad, porque Ángel se lo comentaba a Pedro, creo que era, no me acuerdo.
- No sé, se me pasó. Te lo iba a haber dicho el martes, pero fue cuando vino Kike de examinarse del carnet y se me olvidó.
Otra vez ese maldito Enrique. Me estaba conteniendo cuanto podía pero sabía que de un momento a otro estropearía la tarde. Resolví ir al servicio y contar allí no hasta diez, sino por lo menos hasta cien, porque el mal humor que tenía tardaría aún un buen rato en evaporarse. Todavía oía las carcajadas de Satanás y alguna noche me hacían llorar, recordándome que no me había servido de nada tanta humillación, tanta vergüenza... y ella salía al paso con la excusa del carnet de aquel tipo. Era increíble. Cuando regresé del cuarto de baño encontré dos capuccinos sobre la mesa. Bea sabía que me encantaban los capuccinos, pero a ella no le agradaban demasiado. Me sorprendió y no pude ocultar mi asombro.
- ¿Y esto?
- Dos capuccinos -contestó.
- Ya, ya sé que son dos capuccinos, pero... no entiendo...
- No hay nada que entender. Un buen capuccino para decirte que te quiero, y que te quiero como no he querido nunca a nadie... y esto no lo había dicho antes.
Esto es lo que Beatriz sabía hacer muy bien: conseguía ponerme furioso y dos minutos después, hacerme tan sumiso como un corderito... o como un borrego, diría más bien.
- Yo también te quiero, y mucho -susurré, acariciando su barbilla.
- Tenía ganas de ir a ese viaje para estar contigo más tiempo -se lamentó.
- Ya iremos juntos a alguna parte -hice una pequeña pausa, lo justo para besarla-. A Nueva York, por ejemplo.
Nueva York era una ciudad que hechizaba a Beatriz. La atraía desde hacía mucho tiempo y nunca había tenido ocasión de ir, a pesar de que todos lo veranos viajaba al extranjero. Nunca supe muy bien qué era exactamente lo que le apasionaba tanto de aquella ciudad, pero resultaba impresionante cómo cambiaba la expresión de su rostro con sólo mencionar el nombre de esta ciudad. Quizá era la diversidad de gente que allí se mezcla, la agresividad, la fortaleza,... la confusión que acaba cediendo a la fusión. No lo sé.
- Nueva York. Creo que llegaré a los cuarenta y aún no habré ido.
- Hagamos una cosa -animé un poco el ambiente-. El día de tu cumpleaños número cuarenta, te llevo a Nueva York, aunque te haya llevado antes, quién sabe.
- Estás loco. Venga, vale... y serás mi amante.
- Vaya eso ya va a ser más complicado, porque tú estarás casada, con hijos...
- Para ti no será difícil -aseguró.
- Entonces quedamos en eso -concluí-. El 13 de marzo del 2013 iré a buscarte a casa, cogeremos un avión y nos largaremos a Nueva York.
- Ojalá todo fuera tan fácil, ¿eh, Iñaki?
- Es así de fácil -sentencié y la besé apasionadamente.
Una hora después nos encontrábamos tumbados sobre el colchón de su cama, desnudos y amándonos intensamente. Había hecho el amor muchas veces con Bea, pero del mismo modo que me sucediera con aquel beso, tuve la extraña y fantástica sensación de que aquel acto estaba exento de sexo, era amor en estado puro... Qué tontería. Lo he pensado muchas veces y siempre acabo dudando de si lo era o no. Fuera lo que fuera, jamás lo volví a sentir hasta muchos años después... y olvidé las carcajadas de Satanás.
- Nunca me dejes, Iñaki -murmuró a mi oído mientras abrazaba mi torso desnudo, todavía sudoroso.
“Nunca me dejes, Iñaki”. Aquella frase sonó como una despedida de estación, como un lamento de un condenado a muerte... como una súplica de quien se siente impotente ante lo que le acecha.

jueves, 1 de enero de 2009

XI.

El amor. ¿Quién sabe qué demonios es eso? Nadie, absolutamente nadie y quien crea saberlo está confundido. Ha sido víctima, como otros tantos, de esa oscura sensación que invade la mente de las personas y logra embriagarles hasta el punto de realizar auténticas locuras. Basta echar la vista atrás y... en fin, yo también fui una víctima. El porqué es desconocido y el cuándo imprevisible, pero un buen día hace acto de presencia y ese día supondrá una elevación en todos los sentidos. Cambia en cierto modo la concepción de la vida y gran parte de los valores. Como si de un globo aerostático se tratara, uno comienza a subir a las alturas a medida que se sueltan los lastres, precipitándolos al vacío sin posibilidad de recuperarlos. El vértigo se experimenta de manera acusada y cada pie de altitud que ascendemos supone una terrible sacudida al corazón, que tiene desde el mismo momento de la partida la angustiosa sensación de que de súbito todo se va a venir abajo. A pesar de ello, deseamos proseguir el ascenso y nos sorprende vernos abandonar cosas que siempre hemos tenido en gran estima y que ahora, en cambio, consideramos pesados lastres que entorpecen el viaje.
De manera tan inesperada a como subimos un día en el globo, llega el día de fin del viaje. Se acabó. Caemos en picado y el golpe es tremendo. Aún aturdidos por el fuerte batacazo sufrido, nuestra mirada busca desesperadamente los lastres. ¿Dónde demonios están esos dichosos lastres? Seguramente, ya los habrá recogido otro y la decepción por su pérdida se confunde con el dolor de la caída.
Antes todo era distinto. Había viajado mucho y siempre hallaba un nuevo globo en el que introducirme como polizón. Era genial porque nunca me deshacía del lastre y, lo que resultaba más tranquilizador, iba correctamente equipado con un buen paracaídas. Sin embargo, con Beatriz no fue así y, sinceramente, no creía que volviera a subir a otro globo el resto de mi vida. El vértigo era desconcierto y muchas veces tenía nombre de hombre: Enrique.
- ¿Por qué no me llamas Kike como todo el mundo?
- Porque no me apetece, Enrique.
Estúpido diálogo que se repetía cada vez que le llamaba por su nombre. Aborrecía a ese tío. Todos creían conocerle y no sabían en realidad quién se ocultaba tras esa fachada de amigo inseparable. Yo sí... conozco a los tipos de su calaña. Toda mi vida los he tenido que padecer. La falsedad subyacente en esta clase de personas es lo que me pone enfermo. Bajo su amabilidad desinteresada mantienen un meticuloso entramado de sucias estrategias para obtener todo cuanto desean... incluso a Beatriz.
El maldito hijo de puta tenía la desfachatez de intentar separar de mi lado a Beatriz e inmediatamente después invitarme a unas cañas. ¿Pero qué se había creído? Repudio de él y de todos los que actúan del mismo modo y desde mi infinito dolor les deseo que sufran con idéntica intensidad del castigo que siempre me han impuesto.
Jamás se lo dije a Beatriz. Habría resultado muy sencillo acercarme y comentar “Joder, cómo se cantea a veces Enrique, ¿no?”. Pero de qué habría servido. Ella parecía disfrutar y no reparar en lo que realmente pretendía Enrique. Era increíble la metamorfosis que experimentaba Bea cuando estaba a su lado. Siempre la consideré muy inteligente y lógica en todos su planteamientos, pero cuando estaban juntos rayaba la estupidez y el más absoluto ridículo.
- Tío, díselo, no seas tonto -dijo Luna, esbozando una sonrisa que consiguió tranquilizarme.
- ¡Bah! -cogí la botella, bebí un sorbo de cerveza y proseguí-. Da igual. Si al final siempre pasa lo mismo.
- ¿Qué pasa?
Permanecimos sentados en aquel bar toda la tarde. Luna estaba preocupada por mi estado y me había invitado al teatro. La miré fijamente a los ojos, suspiré y dije:
- Siempre, desde que tengo uso de razón, he perdido todo. Nunca he tenido suerte y todo lo he conseguido currando como un cabrón... y para nada -tuve que hacer una pausa y desviar rápidamente la vista, porque comenzaban a nublarse los ojos y no quería romper a llorar-. Y esto se ha acabado.
- ¿Por esa tontería? ¿Porque se haya suspendido el viaje a Málaga ? Vamos, hombre -dijo Luna.
- Son demasiadas tonterías y estoy hasta las narices -acabé la cerveza y llamé al camarero-. Otra cerveza y, ¿tú quieres algo? -Luna movió la cabeza, negando-... y nada más.
- No creo que sea para tanto. Además... -la frase quedó bruscamente interrumpida. No lo podía aguantar por más tiempo y toda la furia y el rencor contenidos explotaron como una granada.
- Escúchame, Luna. Sí que es para tanto. Estoy harto de llegar a casa y tener la odiosa sensación de que tendré una casa, pero lo que es un hogar... Harto de que no me salga nada... ¿sabes por lo que he tenido que pasar para conseguir el dinero de ese viaje? Jamás te lo imaginarías, jamás... Estoy harto de ese Enrique, de que siempre se vaya con él y de que no esté aquí ella porque se han ido a no-sé-dónde... Estoy hasta las mismísimas narices de salir con Bea y creer que me está poniendo a prueba, que tengo que superar el listón de ese maldito Enrique... ¿Y sabes que es lo peor ? Que es tan jodidamente presuntuosa que sabe que me tiene bien pillado y le gusta putearme. Y se acabó. ¡Eso se acabó!
Miré a mi alrededor y descubrí que todo el mundo nos miraba sorprendidos. La escenita que organicé debió de ser bastante ridícula y Luna estaba avergonzada. Me resultaba indiferente y Luna lo sabía.
- Venga, pagamos y te acompaño a casa -sugerí.
- ¿Y la cerveza que has pedido? -preguntó extrañada.
Me encogí de hombros, dejé el dinero en la mesa y me levanté. De camino a su casa continuamos la conversación. Ella intentaba hacerme entrar en razón. Quería que no cometiera una locura a pesar de que era perfectamente consciente de mi situación. Sabía demasiadas cosas como para no entenderlo. Ella pretendía hacerme reflexionar, que viera los puntos favorables. Luna deseaba aferrarme a su lado. Ella... ella me quería de verdad y fui tan estúpido que jamás me di cuenta de ello... Y lo peor, es que yo también la amaba, de un modo u otro.