martes, 24 de febrero de 2009

III.

Entre nubes, o sobre ellas, no lo supo muy bien, sintió el contacto de las ruedas con la pista del aeropuerto de Sondika. No portaba ningún tipo de equipaje y los trámites en el aeropuerto, por tanto, fueron mucho más rápidos de lo que esperaba. Buscó la parada del autobús 23; creía recordar que ése era el autobús que le llevaría al Arenal. Cuando encontró la parada pudo comprobar que, efectivamente, el destino del autobús era el que él pensaba. No tardaría demasiado tiempo en llegar el medio de transporte que, no sólo le llevaría al Arenal, sino también a su pasado, ese pasado que casi había logrado olvidar.
Después de haberse apeado del autobús, se había marchado al Parque de Etxebarria. Le encantaba pasear por aquel parque, en el que tantas horas había estado años atrás, cuando no era más de lo que era ahora en realidad. Permaneció sentado en uno de los bancos durante algo más de dos horas. Pensaba. Debía localizar a Beatriz al día siguiente y en principio, no iba a resultar excesivamente complicado. En el pedazo de papel tenía sus señas y teléfono. Podía haber preparado lo que le diría, podía haberlo meditado para que cada palabra supusiera un certero golpe de efecto que sacudiera su corazón, pero no merecía la pena. Era mejor la improvisación; tenía la sensación de que pasara lo que pasara, ya estaba todo hecho, sólo había que esperar.
Aquella llamada se produciría al día siguiente, pero ese mismo día una larga lista de cosas quedaban aún por hacer. Tan sólo esperaba que las amistades cosechadas tiempo atrás siguieran todavía por las calles de Bilbao, de lo contrario se le complicaría la empresa que había comenzado. Suspiró y apoyando sus manos en las rodillas, se incorporó y caminó en dirección al Consulado de Estados Unidos, en la Avenida del Ejército. Se cruzó con uno de los quioscos de la ONCE, pero no compró ningún bonobús, prefirió caminar por las calles que tantos recuerdos le traían: las interminables sesiones de poteo con los amigos, las catástrofes que producía el kalimotxo en su castigado estómago y, sobre todo, la Aste Nagusia. Aquellos sí que habían sido buenos tiempos. Detestaba la idea de que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero en aquel caso tan especial, era distinto. Durante la Aste Nagusia todo era distinto. Eran diez días inolvidables para el que los viviera por vez primera. Desde el chupinazo en Begoña con que se daba comienzo a la fiesta, hasta su conclusión, todo era diversión.
No restaba mucho camino para llegar al Consulado y el hombre seguía inmerso en sus recuerdos. Lo más fantástico de la fiesta, pensaba, no era la diversión en sí, sino todo lo que giraba en torno a ella : la bajada desde Begoña al Arenal presidida por una representación. “¿Cómo se llamaba aquella especie de representación, tan grande, de la fiesta? ¿Marijaia? No lo sé, creo que sí”, se preguntaba, mientras aceleraba el paso. “Sí, era Marijaia. ¿Cuántas veces la habrán arrojado a la ría?”.
El año que él estuvo disfrutando de la fiesta se había quedado grabado como a fuego en su memoria. Conoció a mucha gente, de toda clase e índole y ahora cobraría los favores prestados en el pasado. A Aitor, el individuo que trabajaba en el Consulado, lo había conocido en el Arenal, entre el ambiente y alboroto de las txoznas. Unas cuantas gaupasas les habían servido para conocerse lo suficiente. No era preciso saber nombres completos o datos precisos del pasado para conocer a una persona. Viéndole actuar bastaba o, al menos, así había sido con el hombre que acababa de llegar a la Avenida del Ejército número 11, al Consulado de Estados Unidos.

No hay comentarios: