domingo, 1 de febrero de 2009

III.

Los alumnos más rezagados corrían por los resbaladizos pasillos que surcaban la Facultad de un extremo a otro. Pedro ignoraba cuál era la clase de su hijo; tenía la impresión de que aquel edificio de hormigón y cristal se cernía amenazante sobre todo extraño a él, invitándole a abandonar la estancia. Se sentía incómodo entre aquellos muros que encerraban a unos veinteañeros soñadores... como su hijo. Deseaba chocarse con algún alumno despistado y que, cuando se agachara para recoger los apuntes desparramados por el suelo, viera el rostro de Nacho. Todo habría resultado ser una confusión... por la que Nacho debería pagar, por supuesto. “Pero no había ropa”, se repetía una y otra vez.
El padre llegó a la secretaría convencido de que allí podrían facilitarle la clase de su hijo. Después de explicar minuciosamente y por dos veces todo lo sucedido, la secretaria de gafas ovaladas y carmín escarlata accedió a dar el dato: el aula 409. Dos minutos más tarde, la puerta de la clase 409 era golpeada por tres veces y se abría, dejando ver a Pedro, que sintió una vergüenza amedrentadora ante las miradas de desaprobación que le seguían los pasos. Cuando llegó a la tarima, subió y puso en conocimiento del profesor todo lo sucedido.
- Vamos a ver, silencio, por favor -puso orden el maestro en su aula-. Este caballero es el padre de Ignacio del Valle Carrión. Parece ser que ha desaparecido y sus padres quisieran hablar con alguno de sus amigos.
Luna sintió un nudo en el estómago. Bajó la mirada al papel y tuvo que contener las lágrimas. Ángel se levantó inmediatamente.
- Yo le conocía...-aseguró Ángel, que tras vacilar unos instantes añadió- ...bueno, le conozco.
Luna levantó la cabeza y pensó acompañar al muchacho, pero antes de que pudiera decidirse si lo hacía o no, Pedro abandonaba la clase con el joven. “A lo mejor es mejor esperar a ver qué le dicen a Ángel”, pensaba. No quería involucrarse con la familia de sus amigo, prefería quedarse al margen y a la expectativa del desarrollo de los acontecimientos. Según fueran transcurriendo éstos, tomaría las decisiones oportunas. Sin embargo, en lo más profundo de su ser era consciente de que aquello no iba a ser posible. Quería demasiado a Nacho como para dejar que los hechos sucedieran sin más, sin que ella tomara parte en ellos. “Yo le conocía”, había dicho Ángel. Luna se reía de todos los que como Ángel, creía conocer a Nacho. Nadie le conocía. Ella creía que lo había hecho y de pronto un buen día comenzó a hablarle de La Malagueta, del Quitapenas y del cine Alameda. Nacho era un reducto, un pequeño tesoro que todos creían poseer y que nadie, jamás, había conseguido ver con claridad, deslumbrados quizá por aquella fachada tan perfectamente estudiada y que satisfacía a los demás.
El resto de la mañana, Luna estaría ausente, perdida en sus pensamientos, en sus recuerdos y, sobre todo, deseando que Nacho volviera... y que lo hiciera pronto.

1 comentario:

Treinta Abriles dijo...

Yo, al recorrer ahora los pasillos de la Escuela, tengo la misma sensación...