martes, 17 de febrero de 2009

TERCERA PARTE: SINIESTRO TOTAL

La lluvia se había dejado caer sobre la ciudad, proporcionándole un aspecto lúgubre, misterioso. El sol comenzaba a ocultarse tras los enormes bloques de edificios y la luz se desvanecía poco a poco. En cuestión de segundos anochecería. En la ciudad no hay atardeceres; el sol inflama el horizonte con tanta celeridad que a duras penas sí se puede apreciar cómo sus últimos destellos escarlatas parecen incendiar las azoteas.
La Gran Vía era un auténtico hormiguero. Por sus aceras, abarrotadas de peatones podía respirarse ese angustioso aroma de estréss, de tedio mundano que empapa al ciudadano más simple. Chocaban unos contra otros sin ni siquiera reparar en ello, aceptando impasibles los empujones, apretones y miradas veladas de desprecio que se dirigían unos a otros. Entre aquel tumulto de gente, caminaba un hombre que, harto de la situación había resuelto andar por el borde de la carretera. Vestía de un modo sobrio, sin demasiada ostentación, haciendo gala de su comodidad para lo que sacrificaba cualquier vestigio de elegancia. Su movimiento de caderas al andar le dotaba de un balanceo que compartía a un mismo tiempo la impresión de indiferencia y presunción. Cuando estuvo a la altura del locutorio de la Telefónica se detuvo. Miró de abajo a arriba el edificio y se dirigió hacia la puerta. La corriente de peatones era más poderosa de lo que parecía y cuando logró alcanzar el pie del edificio se encontraba a unos diez metros de la puerta. “Si caminara por la acera...”, pensó.
Una vez que estuvo dentro, buscó con la mirada un teléfono que no estuviera ocupado. Al fondo creyó ver uno y avanzó rápidamente hacia él. Descolgó el auricular y marcó los siete dígitos a los que llevaba dando vueltas en su cabeza toda la tarde.
- ¿Diga? -se oyó al otro lado de la línea.
- Buenas tardes, ¿está Beatriz, por favor?
- ¿Cómo dice?
- Beatriz, Beatriz Uriarte -repitió el hombre.
- No, se ha equivocado.
Ni siquiera se disculpó. Suspiró y colgó. En el fondo lo suponía. Aquello no iba a ser sencillo ; si fuera así no sería bueno. Todo lo bueno en este mundo ha de implicar dificultad, de lo contrario es mediocre. Y lo bueno debe ser también malo. Parece que es en la ambigüedad entre lo bueno y lo malo en donde uno puede encontrar la felicidad. Ese es el motivo porque la felicidad es un arma de doble filo, aunque sea el de la maldad, sin duda alguna, el más cortante, el que produce efectos más desastrosos y difíciles de cicatrizar.
“Plan B”, se dijo el hombre, dejando asomar una suave sonrisa, que acabó perdiéndose en la comisura de sus labios. Tomó por el lomo una de las guías de Madrid y pasando las páginas por las esquinas, lo justo para poder discernir las letras impresas, encontró la “U”. Uriarte no era un apellido demasiado común en Madrid. Cincuenta. Cincuenta personas con ese apellido en la capital. El hombre esperaba que no hubiera un número tan abultado. “¿Cómo era el segundo apellido?”, se repetía, cerrando los ojos, intentando concentrarse para recordarlo. Creía que se trataba de “González”, pero era una pura especulación, porque la certeza de que fuera aquel apellido era mínima. “Uriarte González” únicamente figuraban ocho en aquel maremágnum de nombres y números. En aquellos ocho nombres estaba su destino, pero había que buscarlo y, sobre todo, retenerlo.

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