martes, 30 de diciembre de 2008

X.

Cuando salí del apartamento eran las 20:30 y mi bolsillo se hinchaba con las 50.000 pesetas que guardaba. Oí cómo se cerraba la puerta tras de mí y tuve la sensación de que aquel portazo suponía mucho más que un golpe retumbando en la escalera, era una sacudida en mi interior que vertía toneladas de sal en las heridas abiertas. Me agaché y recuperé la fotografía de Bea; ahora tenía que recuperarla a ella. Una vez en la calle, me senté en un banco y con la imagen de Bea entre mis manos lloré. Y lo hice porque me sentía sucio, asqueado... como si hubiera sido violado brutalmente, pero era precisamente el hecho de que no hubiera existido violencia el que me producía esa sensación.
Terminé la tarde sentado delante de una barra, en un bar próximo al infierno, emborrachándome con whisky como en los viejos tiempos. Sólo faltaba el piano... Sostenía todavía la foto y la mira fijamente, pero no veía el rostro de Bea; eran los cuarentones los que desfilaban una y otra vez ante mí, sonriendo y empapándome de repugnante amabilidad. Y Satanás, también estaba Satanás. Aparecía embutido en unas mallas negras y un jersey entallado de un rojo intenso... y se reía. Allí en el bar casi podía oír sus carcajadas, que retumbaban en mis oídos. Cuando hube besado la fotografía de Bea una docena de veces y mezclado mis lágrimas con otros tantos whiskys, el camarero se negó a servirme más y me rogó que me marchara. Le pagué con aquel dinero sucio, del que me quería desprender inmediatamente y me fui.
Necesitaba a Bea como nunca antes lo había hecho. Me encaminé hacia su casa con la esperanza de que estuviera en casa y pudiera hablar con ella. A medida que me iba aproximando a su casa, los deseos de verla se incrementaban poderosamente pero algo me impedía llamarla. A pesar de la borrachera, era consciente de la situación y no me sentía con el valor suficiente para mirarla a la cara. No, aquella noche no. Satanás me había arrebatado todo el valor que tenía y aún no lo había recuperado. Imaginaba a Bea abrazándome y yo, mientras, con la mente en aquel apartamento de la Gran Vía. No quería aquello. Permanecí observando la ventana de Bea por espacio de hora y media, pero continuaba oyendo las carcajadas de Satanás.
Había perdido por completo la noción del tiempo cuando la vi aparecer por el otro extremo de la calle. Un miedo atroz me invadió de arriba a abajo y resolví esconderme detrás de uno de los coches estacionados. La vi pasar y justo antes de que se la tragara el portal tuve unos febriles deseos de gritar su nombre, que se diera media vuelta y abrazarla durante horas, sentir su calor cosolándome, su ternura protegiéndome y acallando para siempre aquellas carcajadas de Satanás que me mataban.
No lo hice. Cuando noté el chasquido de la puerta al cerrarse supe que por aquel día, todo se había cerrado definitivamente. Salí corriendo, sin dejar de llorar, pensando que todo se arreglaría, que a la mañana siguiente saldría de nuevo el sol... engañándome cínicamente con un “No ha pasado nada” y sabiendo en lo más profundo de mi ser que las carcajadas de Satanás nunca se desvanecerían del recuerdo y que, cuando menos lo esperase, escucharía de nuevo su estremecedor y angustioso sonido, martilleando una y otra vez mis oídos... Una y otra vez.

jueves, 18 de diciembre de 2008

IX.

Alonso Martínez. Restaban dos estaciones tan sólo para llegar a aquel lugar. Para llegar y morir un poquito más por dentro. Obtendría lo que tanto necesitaba y perdería lo único que tenía hasta entonces de valor... aunque esperaba que pudiera recuperarlo algún día. Dinero por dignidad. Ignoraba si era un buen cambio, pero sabía que era el cambio, con eso bastaba. La pregunta que me sacudía incesantemente era si podría volver a mirar a la cara a Bea.
Chueca. Una estación nada más. Una estación y me codearía penosamente con lo que siempre había repudiado. Los homosexuales siempre habían tenido mi más profundo respeto, pero lo que jamás soportaré es a esa maldita gentuza que se empeña en, no sólo ocultar su condición de homosexual, sino que además engañan a sus seres más queridos. En ocasiones es necesario ocultarlo porque las circunstancias así invitan a hacerlo, pero eso no es lo mismo que engañar... Hay que apoyarse en alguien más, aparte de tu pareja, porque si no se hace así se vivirá un completo fraude. Cuando pasa eso acaba por morirse en vida... como todos esos hombres casados con los que me encontraría en aquel apartamento de la Gran Vía y que buscaban ansiosamente humedades que no se hallan sólo en el agua.
Gran Vía. Fin del trayecto a ninguna parte. Bajé del vagón y caminé en dirección a las escaleras mecánicas. Me eché al lado derecho para permitir el paso. “No va a pasar nada”. Me lo repetía una y otra vez. Me sudaban las manos y la pesada sensación del estómago me hacía suponer que de un momento a otro vomitaría. Parecía que el corazón iba explotar, destrozando mi caja torácica, perdiéndose en aquellas escaleras mecánicas. Por una vez, pensé que bajaba al infierno por unos peldaños que, curiosamente, sólo ascendían... Y ya no había marcha atrás, como tantas otras veces. “No va a pasar nada”.
Ya me encontraba enfrente del portal. Traspasé el umbral, subí andando a la tercera planta -subiendo otra vez al infierno- y me detuve en la puerta de la izquierda. Cuando volviera a salir de aquel apartamento una parte de mí no regresaría conmigo, se quedaría allí, se consumiría allí... Extraje de mi cartera la fotografía que Bea me había dado, miré a mi alrededor y descubría que uno de los peldaños de madera estaba carcomido... podrido por todo lo que escapaba del piso próximo... igual que en ese instante yo estaba carcomido por la duda y el temor. Introduje la fotografía en el hueco que quedaba y pensé : “Tú aquí, que jamás te alcance esta jodida miseria... esta asquerosa locura de la que yo no puedo escapar”. Cerré los ojos y respiré profundamente. Alargué la mano hasta el timbre y, mirando por última vez la foto de Bea, con la mirada con que uno se despide en una estación de tren, me dije : “No va a pasar nada”... y llamé.
Aquella habitación, que supuse era la sala de espera, estaba repleta de cuarentones, con barrigas tan gordas como sus carteras, que desbordaban billetes por los cuatro costados. Al entrar dirigieron hacía mi la vista y con ella descargaron toda la lujuria y el vicio que albergaban, taladrando hasta el último resquicio de valor que conservaba. Sus obscenas sonrisas y su odiosa amabilidad infundían un miedo como nunca tuve, como jamás sufrí. Cuando el encargado me ordenó que pasara a otra sala y me desnudase, creí estar viendo al mismísimo Satanás, dispuesto a robarme el alma, a mancillarla y a aniquilarla por el escaso valor que tenía.
- Ahora irán pasando. Los recibes así como estás y les haces el apaño -explicó Satanás.
- ¿Cuánto tengo que cobrarles? pregunté, casi tartamudeando.
- Por eso no te preocupes que tú no tienes que hacer nada de eso, ya les cobro yo a la entrada -dijo, dando media vuelta- ¡Ah! Las gomas las tienes ahí en la mesilla.
Abandonó el dormitorio. Eran las 11:00 de la mañana. Por última vez, lancé al silencio un grito desgarrador -“No va a pasar nada”- y la viciosa sonrisa de un cuarentón trajeado
que entraba se grabó a fuego en mi corazón, abrasándolo un poco más... Y sí que pasó algo.

domingo, 14 de diciembre de 2008

VIII.

¿Por qué demonios la cabeza de las personas tenía que comenzar a funcionar en el momento más inoportuno? Siempre ocurría lo mismo; la sucesión de acontecimientos se desarrollaba paso a paso, sin dejar un solo detalle. Aquel domingo por la noche debía acostarme temprano, a menos que al día siguiente pretendiese tirar al cubo de la basura todo el trabajo realizado en los últimos días. A las ocho de la mañana me encontraría sentado en un banco de clase, al final del largo pasillo, con mi pluma azul Mont Blanc en mi mano izquierda y dispuesto a realizar un examen, formato de test, de Mecánica. A decir verdad, habría preferido comenzar la semana con algo menos emocionante, pero no había elección. En esta vida, cuando no se tiene elección, sólo se puede hacer una cosa: aceptar el acto a realizar con la mayor dignidad y entereza posibles y, dentro de lo que cabe, facilitar el camino hacia el ineludible acto. Ignoraba si mi dignidad y mi entereza estarían a la altura debida, pero con respecto a la segunda premisa, me había armado con un pequeño kit de chuletas, hábilmente producidas y que, sabiamente camufladas, supondrían la facilidad que precisaba hacia ese ineludible acto.
Era incapaz de cerrar los ojos, dejar la mente en blanco y dormirme plácidamente. Mi cabeza funcionaba y funcionaba, recordándome que no tenía dinero, que lo necesitaba, que desconocía cómo obtenerlo. “¿Tienes alguna limitación sexual?”. “Pero esto es con señores, ¿lo sabías?”. Aquellas frases se repetían en mi interior produciéndome una sensación de culpabilidad; era culpable de haber pensado que prostituyéndome viviría mejor, sin darme cuenta de que el beneficio económico jamás compensaría la pérdida, ya no espiritual -eso implicaría a un Dios- sino la pérdida de la dignidad como persona. Vendiendo el propio cuerpo se menospreciaba la esencia del ser humano y se devaluaba hasta límites inimaginables, empapándose de una moral esquelética o, más aún, de una amoralidad que sostenía la anarquía total de actos.
Me intentaba escudar inútilmente en el hecho de que siempre haya intentado averiguar la diferencia entre prostituirse y ligar con chicas desconocidas cada fin de semana. Todos los sábados entraba con mis amigos en algún bar con la lujuriosa intención de encontrar a una chica dispuesta a besarse desenfrenadamente conmigo, permitiéndome introducir mi mano por la cremallera de su pantalón y quién sabe si algo más. Aquello era prostituirse gratuitamente, luego hasta cierto punto, las putas y los chaperos actúan con más inteligencia que nosotros. La única diferencia reside en que yo buscaba solamente sexo y las putas lo utilizan como mero instrumento para obtener dinero.
Si el dinero fuera lo único que matizara ambas situaciones, no habría dudado un segundo qué hacer, pero había algo en mi interior que me empujaba lejos de aquella tenue línea que separaba la prostitución del ligue. Quizás era ese elemento judicial que llaman conciencia, quién sabe. Pero cuando recordaba la cara de Beatriz cuando me había pedido que fuera a aquel viaje, mis ojos brillaban tanto que parecía que iban a rebosar y no contemplaba otra salida: tenía que conseguir ese maldito dinero fuera como fuera, tenía que ir con ellos a Málaga, tenía que decirle por fin a Beatriz que me gustaba más de lo que nadie lo había hecho en toda mi vida y que deseaba probar a tener, por una vez, un poco de estabilidad. Quería saltar al vacío con ella y hacerlo sin paracaídas, retando a la suerte, porque cuando realmente buscas algo bueno, hay que provocar a la suerte... y provocarla con descaro y soberbia.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

VII.

El tiempo transcurría a toda velocidad... como los coches. Los días iban quedando atrás y sin percatarnos habíamos pasado juntos ocho meses, durante los cuales no se habían producido desavenencias dignas de mención. Con frecuencia nos citábamos en algún bar con el fin de saber a dónde iríamos esa tarde y la mayoría de las veces acabábamos por no salir de ese bar. Allí charlábamos de los temas más dispares, degenerando las discusiones en sentencias pseudofilosóficas, radicales y que no iban a parar a ningún lado. Comenzábamos a hablar y perdíamos completamente la noción del tiempo. La cuestión más absurda nos era suficiente para discutir durante horas. Recuerdo un día en especial. No podría determinar la fecha exacta porque nunca reparo en ese tipo de cosas, pero sí todo cuanto sucedió.
- Sí, eso es como lo de la infidelidad, ¿no? -dijo Bea. Habíamos estado hablando sobre cómo la gente en general vivía circunscrita a toda una serie de normas sociales que, casualmente, resultaban de lo más absurdas-. No tiene nada de malo ser infiel, lo que pasa es que la sociedad lo ve mal. Siempre lo ha visto mal y, claro, no se puede ser infiel.
- ¿Quieres ser infiel?
- Yo no he dicho que quiera ser infiel, Iñaki, pero no tiene nada de malo. Vamos a ver, pongamos que yo tengo un mal día o que por cualquier otro motivo me lío con un tío y nos acostamos, ¿voy a dejar de quererte por eso? Eso no es amor, es sexo y se acabó. Yo te voy a seguir queriendo.
- Tal vez, pero yo a ti no -aseguré.
- Ya, eso no te lo crees ni tú. Si me quieres de verdad no vas a dejar de hacerlo de golpe.
- Yo sí, créeme.
- ¿Y por qué? Sólo habría sido sexo.
- Ya lo sé -coincidí-, pero no se puede hacer eso. No me mires así, es cierto. Una relación no puede basarse sólo en lo que se hace juntos, sino en lo que se hace separados... es casi más importante. Es muy difícil de explicar. Yo qué sé, el caso es que yo sí sería capaz de dejar de amarte de un día para otro.
Se sonrió, me cogió la mano entre las suyas y acercándose para besarme añadió: “Por si acaso no haremos la prueba, ¿eh?”. “Tú misma, rompecorazones”.
De regreso a su casa me anunció que Irene y los demás estaban preparando un viaje a Málaga. La gente, según decía, estaba muy ilusionada con el plan. Ella también. Lo contaba con ese brillo especial en los ojos que sólo se tiene en ciertas ocasiones y que siempre indica la fragilidad del deseo. Un deseo que yo no quería romper.
- ¿Vendrás tú también, no?
No hay ser humano capaz de decir “no” en un momento como ése y, sobre todo, ante aquel rostro que rebosaba felicidad. “Claro, no me voy a perder un viaje así”. De nuevo me besó, pero fue un beso muy distinto a los demás. Este fue largo, suave y sincero. Todos sus besos eran sinceros, no me cabe la menor duda, pero siempre iban cargados de pasión, de deseo. Éste, en cambio, quedaba desprovisto de todas esas sensaciones y resultaba más pausado, más... lleno de amor. Toda una carga de profundidad para mi corazón desprevenido.
Realmente me apetecía ir a aquel viaje, pero no tenía dinero y la situación en mi casa era demasiado tormentosa como para pedir que me lo subvencionaran. Además, aunque hubiera sabido que lo harían, nunca se lo habría pedido; no quería deberles más de lo que les debía hasta entonces. Nada. Me había precipitado con mi respuesta afirmativa a aquel viaje y ahora no sabía cómo iba a conseguir el dinero. Había realizado algunos intentos, pero era inútil. Irene me cogió con las manos en la masa, leyendo los anuncios de trabajo en el periódico. A pesar de que nunca hablábamos, era una de las personas que mejor creía conocerme y en seguida me preguntó:
- ¿Qué? ¿No tienes pelas para el viaje, eh?
- Ya está la lista -respondí, tras levantar la vista del periódico y comprobar quién me estaba hablando-. Pues sí, ni un duro.
- Aún no sé por cuánto saldrá, pero no creo que sea demasiado.
- Organizándolo una tía que se llama Irene y que le gusta que la llamen Luna, seguro que sale por un ojo de la cara. Con lo que me va a costar el viaje, podría cambiar las puertas de casa, pintar mi habitación, comprarme el ordenador y mandar a mi madre al asilo.
Irene se reía a carcajadas. Su escandalosa risa era tremendamente contagiosa y en la cafetería de la Facultad todos terminaban por reírse aún sin saber el motivo.
- ¡Qué idiota eres, cara huevo! Pues que sepas que “Irene” significa “guerra”, así que ten cuidado -amenazó entre risas-. Pero, ¿te apetece ir?
- Claro, aún no sé como voy a ir pero sí que me apetece. Además, tendríais un guía cojonudo. Conozco algún garito por allí que está muy bien.
- Sí, hombre. Y me llama a mi lista. A ver, sabihondo, qué garitos conoces, que yo he vivido allí.
No debía haber dicho nada. Nadie tenía por qué saber que yo conocía Málaga. Todos creían que nunca había salido de Madrid, salvo en viajes de fin de curso, porque siempre que hablaban de sus viajes yo me callaba, incluso hacía preguntas acerca de esos lugares cuyas respuestas conocía sobradamente para disimular. Pero quería ver la cara de Luna cuando le contestara.
- Pues podemos ir al cine, por ejemplo.
- ¡Ostia! ¡Te has mojado mucho, listillo! ¿Qué cine?
Ella lo había querido. Acababa de encender la mecha de la bomba que le iba a estallar en las manos, dejándola con la boca abierta.
- ¿Qué te parece al Alameda, o al Echegaray? Claro que si el cine no gusta siempre está el teatro, el Miguel de Cervantes, mismamente.
La expresión de su cara había cambiado súbitamente y me miraba con los ojos muy abiertos, casi sin pestañear. Era el momento de dar la estocada definitiva.
- Y luego nos íbamos a tomarla al Quitapenas, a Lo Güeno o al H20, ahí en La Malagueta.
- ¡Qué capullo eres! ¿Cuándo has estado? -lanzó la pregunta, ahogada por la risa.
- Eso nadie lo sabe -repliqué, acompañando la contestación de un guiño de ojo mientras me levantaba-. Es el misterio de Nacho, ¿no?
Me fui y Luna se quedó allí plantada, sin saber muy bien qué decir y repasando mentalmente los nombres que le había dado.

lunes, 1 de diciembre de 2008

VI.

El siguiente encuentro fue mucho más satisfactorio. Tenía lugar una fiesta en la facultad de Derecho y, por casualidad, coincidimos allí. La vida tiene estas cosas: cuando uno ni siquiera se lo imagina, aparece lo inesperado que, en el fondo sí que se espera y desea, pero que es tan remoto que resulta imposible. Es entonces cuando uno nota esa extraña sensación como si alguien le llamase por la espalda, se vuelve y ¡bingo!, ahí está quien queríamos que estuviera, por increíble que parezca... Y allí estaba ella, con una camisa azul y unos vaqueros ceñidos que marcaban su esbelta silueta, sonriéndome con uno de sus cien mil tipos de sonrisa... y todos ellos preciosos.
- ¡Hombre, mira a quién tenemos aquí! Si es miss planta carnívora... -saludé.
- Hola, no sabía que ibas a venir. ¿Llevas mucho?
- Vaya, un rato. Venga, ¿qué quieres tomar?
- Prefiero bailar -contestó, rotunda.
Me limité a callarme. Un alud de silencio se precipitó sobre nosotros y, por un momento, ni siquiera oí la música. Al fin, se decidió a romper aquel silencio.
- ¿Bailas? -invitó.
- Mejor que tú.
Volvió a reírse y antes de que tuviera tiempo para reaccionar deslicé mi brazo por su cintura y me dirigí con ella hacia la barra del bar. Ángel se encontraba al otro lado del local observando atentamente el proceso con aquella cara de Michael Douglas alelado.
- Ah, pero entonces, ¿es que no vamos a bailar?
- Hay un pequeño problema -me disculpé-, aparte de lo de mi pata de madera, soy demasiado patoso con las piernas... debe de ser que no le llega suficiente oxígeno a mi cerebro y no les manda órdenes a las piernas y cada una va por su lado. Si quieres podemos intentarlo, pero puedes quedar lisiada para el resto de tu vida de los pisotones que te dé.
Y seguía riéndose. Resultaba muy fácil dibujar una amplia sonrisa en aquel rostro y eso era genial, sencillamente genial. Cada frase que salía de mi boca parecía inyectarle una buena dosis de carcajadas. Me gustaba. Además, se había resignado a no bailar y a acompañarme mientras bebía mi quinto whisky de la velada. Charlamos toda la noche, bajo la atenta mirada de Ángel, que comenzaba a inquietarse. Cuando Beatriz acudió al servicio fui rápidamente en busca de Ángel.
- ¿Qué tal?
- Bien, muy bien. Esta es la piba que te decía -dije.
- ¿Ésta? Tenías razón, no está nada mal. Y qué, ¿hay posibilidades o no?
- Eso duele -lamenté, simulando a uno de esos actores de cine mudo-. Claro que hay posibilidades, no dudes de mí. En dos minutos...
Fue imposible terminar la frase porque en ese mismo instante regresó Beatriz por sorpresa y me interrumpió bruscamente.
- Hola -saludó.
- ¿Ya estás aquí? - pregunté sin esperar respuesta-. Mira, éste es Ángel. Ángel, Beatriz.
Se saludaron el uno al otro y antes de que pudiera decir nada, Beatriz preguntó “¿Qué pasa en dos minutos?”. Guiñé un ojo a Ángel e inmediatamente después me acerqué a ella, la besé y le dije “Que te voy a sacar a bailar”. La mirada de Ángel ya no era atenta, era atónita. Nos veía bailar, muy pegados, casi fundiendo nuestros cuerpos en uno solo. Ella apoyaba su cabeza en mi hombro y, suavemente, dijo:
- ¿Y si te llega a salir mal?
- Es que me ha salido mal -repliqué-. He tardado menos de dos minutos.
- Estás loco... y eso me gusta.
- Por algo hay que empezar, ¿no? -dije, besándola de nuevo.
Tras este último y largo beso permanecimos callados el resto de la canción: Smoke gets in your eyes, interpretada por The Platters. Jamás olvidaré esa canción. Fueron los dos minutos y treinta y nueve segundos más especiales en mucho tiempo. Desde entonces la he escuchado cientos de veces y cada vez que lo hago, siento lo mismo que aquella noche, bailando allí pegados, olvidando todo cuidado por no pisarla y sabiendo que mi coche había cogido un desvío desconocido hasta entonces, un desvío que tal vez, y sólo tal vez, no era si no una calle cortada más.

jueves, 27 de noviembre de 2008

V.

El lunes siguiente ya tuve la posibilidad de acudir a la Facultad y ser objeto de cientos de preguntas acerca de mi estado. Cientos de preguntas que acribillaban mi cerebro y que tuve que soportar hasta que llegó la que realmente me interesaba... y ni siquiera había reparado en ello.
- ¿Qué te ha pasado?
- Nada, esta mañana afeitándome.
Risas... cómo no. Era la misma pregunta que había estado martilleando mi cabeza toda la mañana, pero quien la efectuaba era Beatriz. Una chica con la que había coincidido en clase un par veces y cuyas conversaciones no traspasaban la odiosa barrera de la cortesía y la educación del saludo.
- No, venga, ¿qué te ha pasado? -insistió.
- Si bajas conmigo a tomar un café te lo cuento todo... con pelos y señales -sugería con un guiño de ojo.
- Ahora no puedo. El de Termodinámica va a hablar del examen. ¿Vas a faltar?
- Un café a tu lado lo justificaría, ¿no?
Pues parece que no. Yo acabé esa mañana en la cafetería, hablando de chicas o fútbol con Ángel y ella, en la clase 432, escuchando a Don Bartolomé Cañada, profesor titular de Termodinámica, amedrentar a todos los asistentes con el examen que se les venía encima.
Precisamente, hasta el día del examen de Termodinámica no la vería de nuevo. El examen daba comienzo a las ocho de la mañana. Había estado estudiando toda la noche y dudaba de que por mis venas en vez de sangre no circulara café. Eran las ocho y cuarto y corría desesperadamente por la Ciudad Universitaria, esquivando a los demás estudiantes. Cuando abrí la puerta y Cañada me traspasó con su mirada eran las ocho y veinte.
- Pase, pase, le estábamos esperando... -dijo en un tono inquietantemente malicioso- y nos iremos con usted.
- ¿Cómo?
- Que tiene el mismo tiempo para examinarse que el resto de sus compañeros, o sea, que terminará a la misma hora -contestó Cañada.
Comencé a responder a las preguntas con la tensión del momento y un incómodo acaloramiento debido a la carrera, que se tradujo en sudor. Cuando prácticamente había respondido a la primera de las cuestiones, una enorme, acuosa y cristalina gota de sudor se precipitó sobre las operaciones. “¡Mierda! ¿Qué ponía ahí? ¿Qué demonios ponía ahí?” Toda la respuesta dependía de que fuera capaz de acertar con aquella operación antes de que el sudor se encargara de hacerla desaparecer. “Eso me pasa por usar pluma en vez de boli”. Jamás averiguaré si el suspenso de Termodinámica de aquel año se debió a una gota de sudor o al resto de las respuestas dadas. Considerando la cantidad de horas que dediqué a estudiarlo no sé qué es más consolador.
Cuando todos finalizamos el examen, al mismo tiempo, salimos despavoridos al pasillo. Alguien me golpeó suavemente el hombro y tras girarme encontré ante mí a una radiante Beatriz.
- ¿Qué tal el examen?
Es curioso cómo, en ocasiones, en tan sólo unas décimas de segundo nuestro cerebro es capaz de sopesar dos o tres respuestas posibles y escoger la más adecuada. Mi cerebro, en cambio, debe de ser la excepción y va a piñón fijo, como suele decirse:
- Si bajas conmigo a tomar un café te lo cuento todo.
Sonrió, dudó unos segundos y cuando estaba seguro de que se negaría me sorprendió con un “Vamos”. No podía haber salido mejor salvo, claro está, que hubiera dicho un “Vamos, yo invito”, pero no siempre consigue uno todo lo que quiere. Después de la pequeña y protocolaria ceremonia del “qué tal el examen” y el “cómo llevas el curso”, la conversación comenzó a cobrar verdadero interés. Supe que no tenía novio, de hecho hacía bastante que no salía con nadie.
- ¿Y eso? Una chica siempre que quiere tiene candidatos y más una chica como tú -dije.
- Vaya, gracias -sonrió-. Pero desde que regresé de Irlanda hace casi dos años no he salido con nadie. Allí acabé muy mal con un chico y estoy muy bien sola.
“Eso es porque no has estado conmigo”, pensé.
- ¿Y cómo se lleva?
- Bien, bien... supongo.
- Tú haces como yo, ¿no? -dije- También estoy solo y voy, como digo yo, “mariposeando” de flor en flor, hasta el día que me canse y me pose definitivamente en una.
- Pues ten cuidado -advirtió con una pícara sonrisa-, y cuando lo hagas asegúrate de que no es una planta carnívora.
Se levantó y tras despedirse se fue a su clase de Óptica. Permanecí sentado en la silla, siguiéndola con la vista hasta que desapareció por las escaleras. Me gustaba. Esa chica me gustaba de veras.

martes, 25 de noviembre de 2008

IV.

La luz taladraba dolorosamente mi retina. Abrí poco a poco mis ojos y lentamente apareció ante mí el rostro de una mujer. Debía de rondar la cincuentena y, desde luego, no resultaba nada atractiva. Me agitaba insistentemente a la vez que apretaba sus fuertes manos contra mis hombros, como queriendo unirlos a la altura del cuello.
- ¡Despierta ya, chico! ¡Despierta! Deja ya de soñar -gritaba la enfermera, cuyo parecido con la anterior, con aquella pequeña gran diosa que únicamente podía actuar como lo hizo en mi sueño, era completamente nulo.
- ¿Qué estabas soñando, muchacho? Se te oía desde la otra punta del hospital.
- ¿Se me oía? ¿Y qué decía? -quise saber, arriesgándome a caer en un estrepitoso ridículo.
- Nada, sólo gritabas... y cuando he llegado aquí, justamente te has callado y estabas con una sonrisa de oreja a oreja -se calló un instante, frunció el ceño logrando parecer aún más fea de lo que era y preguntó- ¿Te han dado algún sedante?
- Pues no lo sé... ni siquiera sé cómo he llegado aquí.
Tras esta breve conversación, la enfermera desapareció por la puerta, desconcertándome al no descubrirme el misterio de mi llegada. “Me duele todo el cuerpo” había dicho en el sueño; ¿por qué sólo son este tipo de cosas las que siempre se trasladan de los sueños a la realidad? De la otra enfermera, ni rastro y, en cambio, tenía a la vieja que me transformaba cada vez que me cogía en una coctelera humana. ¡Claro que me dolía todo el cuerpo! Por fuera y por dentro. La decepción que me produjo la nueva enfermera resultaba más dolorosa que la paliza propinada por los tres matones. ¡Parecía tan real! Habría cumplido uno de mis grandes sueños frustrados: acostarme con una cuarentona viciosa.
“Algún día” me digo siempre. Tiempo al tiempo, para ese y para el resto de los sueños. Pasar una noche frenética de lujuria y pasión con una negra o meter la cabeza debajo de un grifo de cerveza son dos de los otros grandes sueños. O al menos de esos deseos que uno siempre anuncia cuando se está reunido con los amigos y le apetece bromear... El problema es que a mí siempre me gusta bromear.
Tendido sobre la cama estuve a punto de llorar. Nadie me veía y, por un momento, sentí deseos de desahogarme soltando alguna lágrima. Sueños, deseos... son palabras tan sencillas de decir y que encierran tantas cosas... Allí estaba, en un hospital cuyo nombre desconocía, con el cuerpo deshecho a fuerza de golpes y solo. La enfermera me había preguntado que si llamaban a algún familiar y la respuesta... la de siempre: No.
No quería a nadie a mi lado. Sin compañía estaba muy bien, perfectamente. No sé qué clase de persona soy. Me había convertido en un auténtico ermitaño mental y de seguir así me iba a quedar solo. Pero me agradaba la idea de vivir en soledad. Siempre lo había hecho así, aunque se tratara de una soledad ambigua y efímera, porque sabía que en el momento que yo quisiera podría romper esa soledad. Sin embargo, si continuaba actuando de aquel modo, jamás podría dar marcha atrás y no saldría de esa soledad. Era como si mis sentimientos se hubieran esfumado. Quería a mucha gente, quizá a demasiada y ese era el verdadero problema. Es imposible querer a tantos... En cualquier caso, parecía que en el fondo pretendía desvincularme de aquellos lazos afectivos. Me asustaba la situación pero no deseaba cambiar. Buscaba un motivo para hacerlo y no era capaz de encontrar ninguno lo suficientemente poderoso como para modificar mi comportamiento. Si había de cambiar, que fuera por sí solo, yo no pensaba poner nada de mi parte.

lunes, 24 de noviembre de 2008

III.

La luz taladraba mi retina dolorosamente. Abrí poco a poco mis ojos, y lentamente apareció ante mí el rostro de una mujer. Debía de rondar la cuarentena y resultaba muy atractiva. Me miraba cálidamente con sus ojos claros y sonrió mientras me acariciaba la frente, dando muestras de un cariño que de veras reconfortaba.
- Ya ha pasado todo. ¿Qué tal? -preguntó con una voz dulce y desconcertantemente sensual.
- Bien... creo -contesté-, aunque me duele todo el cuerpo.
La mujer sonrió de nuevo. Despertaba en mí calenturientos pensamientos más propios de un adolescente en plena eclosión sexual. Se incorporó y desabrochando los botones de su bata blanca de enfermera anunció:
- Tranquilo, yo sé quitarte el dolor.
La bata se deslizó suavemente por su cuerpo hasta caer al suelo, descubriendo sorprendentemente el más absoluto de los desnudos. Sus labios carnosos esbozaron una nueva sonrisa ; esta vez permitió que asomaran sus dientes y, lentamente, como no queriendo romper la quietud del momento, humedeció con su lengua aquellos labios que tanto comenzaban a obsesionarme. La sábana de mi cama hacía un buen rato que se elevaba por encima del nivel normal, mostrando abiertamente una poderosa erección.
- Vamos, cariño -dijo la ardiente enfermera-, súbeme aún más la temperatura.
A continuación resolvió meterse en la cama y tumbarse cubriendo mi cuerpo duramente castigado que, milagrosamente, parecía haber sanado por completo. Noté la agradable presión de sus senos contra mi pecho y cómo me besaba apasionadamente, introduciendo su lengua, explorando en mi boca. Mis manos codiciosas se movían torpemente, queriendo palparlo todo. Ella, en cambio, sabía perfectamente cómo debía actuar. Prueba de ello era la destreza con que en un abrir y cerrar de ojos se deshacía de mi pantalón. Los jadeos entrecortados se sucedían y mientras me cubría de besos y suaves mordiscos comenzó a masturbarme. Quise corresponder y se oyó un suspiro de placer. De pronto, y a medida que lamía mi pecho, mi cuello, la penetré. Un desgarrador jadeo se dejó oír en la habitación. Se irguió, apoyando sus rodillas sobre el colchón, y comenzó a moverse de adelante a atrás. La anárquica oscilación de sus pechos, enhiestos, amenazantes, acompañaban al vaivén de su cuerpo. Adelante, atrás, adelante, atrás... cada vez más rápidamente. La cama temblaba y los golpes de la cabecera contra la pared desconchada tan sólo eran amortiguados por los jadeos al unísono de ambos, que se confundían en una partitura de placer desenfrenado.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

II.

Alcanzaba a ver a lo lejos la plaza de Manuel Becerra. Recordé los perritos calientes que preparaban en un bar de la zona. La imagen de uno de estos perritos con su salchicha grasienta, empapada en ketchup y mostaza y envuelto en una servilleta aún más calada por las salsas me despertaron unas terribles ganas de vomitar. Estaba tan borracho que incluso tuve la odiosa sensación de estar oliendo la pegajosa fragancia del perrito. Me agaché un poco, apoyándome con la mano en una farola y contemplé impávido cómo me salpicaba los zapatos y los pantalones de una asquerosa sustancia maloliente. Debía de ser en gran parte whisky porque no había comido nada durante toda la noche. Me incorporé, extraje de mi bolsillo un pañuelo de papel y me limpié los labios. Cuando giré sobre mis talones y di media vuelta me encontré con tres tipos de apariencia cuanto menos sospechosa.
- ¿Tienes fuego?-preguntó uno de ellos.
- No, que va, no fumo -balbuceé, dado que mi estado no me permitía hacer mucho más.
- ¿Y dinero?
¡Bingo! Había dicho la palabra clave: “Dinero”. Sentí cómo la embriaguez se había esfumado de repente y en un abrir y cerrar de ojos tomé la decisión de salir corriendo. Por desgracia, el movimiento y la coordinación de mis piernas no era todo lo bueno que hubiera sido deseable y no tardaron en darme alcance.
- ¿A dónde vas, hijo puta? ¿Eh? ¿A dónde? -preguntaba el que parecía ser el jefe en un tono que no sugería que me esperase una noche demasiado agradable.
Siguieron hablando y gritando pero no entendía nada. Tras el primer golpe, noté cómo la sangre me empapaba la cara y quedé considerablemente aturdido. Uno de ellos me cogió fuertemente de los brazos desde atrás mientras los otros dos, que parecían doscientos, practicaban con mi rostro y mi vientre unas cuantas series de directos y ganchos de izquierda. Sentía que la cabeza me iba a explotar y cómo algo en mi interior se detonaba provocando un terrible dolor agudo. Continuaban golpeándome, desollándose los nudillos contra mi rostro ensangrentado. Yo forcejeaba inútilmente para intentar liberarme. No aguanté más y, prácticamente, había traspasado el umbral de la consciencia cuando cesó mi resistencia. Me soltaron y mis piernas no pudieron seguir sosteniéndome por más tiempo y caí al suelo golpeándome la cabeza contra el pavimento. Cogieron mi cartera y la vaciaron sobre mi pecho para después recoger de él lo que les interesó. Dieron media vuelta y se fueron.
Tendido en la acera, en medio de un charco de sangre, me incorporé y, una vez más, tuve que decir una solemne estupidez que me costaría un disgusto:
- ¡Hey! ¿No vais a invitaros a nada ahora que habéis cobrado?
Lo último que vi fue al jefe corriendo hacia mi, mordiéndose con rabia la lengua, levantando la pierna hacia atrás y... ¡Flash! Una oscuridad absoluta, nada más, pero a juzgar por los nueve puntos de sutura de la cabeza debió de ser una patada espectacular.

martes, 18 de noviembre de 2008

PRIMERA PARTE: PARANDO A REPOSTAR

Allí estaban los coches, de un lado para otro, devorando kilómetros de asfalto a toda velocidad. Enterrando la ciudad bajo sus ruedas con una indiferencia que sólo alteran lo imprescindible... Lo imprescindible para no colisionar con el resto de los coches. En todos los sitios es igual. Siempre igual.
Aquella noche estaba demasiado borracho. ¿Para qué? Buena pregunta. Demasiado borracho para conducir, demasiado borracho para continuar soportando la cara de una rubia que se me había pegado literalmente toda la noche y ni siquiera me acordaba de su nombre. Creo que nunca lo supe. Casi no me acordaba del mío... En definitiva, demasiado borracho para darme cuenta de que ir andando hasta mi casa supondría más de una hora de penoso caminar y algún que otro disgusto.
- ¿Y ahora te vas?
Las rubias. Siempre las rubias tontitas. Nunca me han atraído y, curiosamente, siempre acabo con ellas... o ellas acaban conmigo. “¿Y ahora te vas?” He de admitir que no era una mala pregunta. Quizá debería haberla enfocado de un modo un tanto más inquisidor, porque si algo había querido dejarle claro a lo largo de la noche, es que en ese preciso instante, tenía la intención de darle la espalda a la Cibeles, a ella y a todos los demás peregrinos nocturnos de los más bajos antros para marcharme a casa.
- Sí, ¿no me ves?
- Pero qué pasa, ¿que te vas a casa andando?
- Ah, pues sí -contesté con sorprendente ingenuidad.
Una mirada perdida, un suspiro y una mano engullida por la melena rubia.
- ¡Pero qué gilipollas! Si vives en San Blas... -el sonido de su voz, cargado de desprecio, a duras penas me llegaba.
- ¡Eso, San Blas! ¡Joder, todo el rato pensando a dónde tenía que ir! -bromeé, golpeándome la frente con la palma de la mano.
Se rió. ¿Qué otra cosa podía hacer? Enfadarse, por ejemplo. A decir verdad, nadie ha dicho que ambas situaciones sean incompatibles, de hecho, así quedó demostrado. Era el momento preciso para una despedida y no una despedida cualquiera. Aquella velada había resultado tan terrible y patéticamente tediosa que merecía por méritos propios un broche a la altura de las circunstancias: una despedida desconcertante.
- Adiós... seas quien seas.
Caminé por la calle Alcalá. No quise girar la cabeza hacia atrás porque la escena, seguramente, era idéntica al resto. Una rubia exuberante, con una minifalda tan tristemente corta como su coeficiente intelectual y una expresión en el rostro producto de la indignación y confusión del instante. Las miradas de los peregrinos se repartían entre ambos, aunque no como consecuencia de los mismos motivos. El sector masculino sería para ella; su minifalda se hacía aún más corta y su escote aún más ancho bajo sus miradas obscenas. El sector femenino, en cambio, para mí, pero sus miradas me acribillarían la espalda y en vez de un “Vaya cuerpo” sus mentes gritarían a pleno pulmón un contundente “Cabronazo”, que inmediatamente después de observar a sus acompañantes acalorados por la visión de la rubia se transformaría en un “Todos los tíos sois iguales”.
En cierto modo es así. Pero todas las mujeres son iguales. Todos somos iguales. Somos como los coches. Circulamos a toda velocidad con cuidado de no chocar con los demás y, de vez en cuando, paramos un breve instante para repostar en compañía de alguien... así hasta que llega el día en que te estrellas. Cada uno tiene un modelo distinto de vehículo. Los hay sofisticados y clásicos, grandes y pequeños o seguros e inseguros, pero todos, absolutamente todos recorren el mismo camino.
Esta fue una de las deducciones que obtuve de aquel paseo por la calle Alcalá mientras mi cerebro navegaba hasta hundirse, una vez más, en whisky. Incluso hallé la metáfora adecuada para esos pobres locos que aseguran haberse reencarnado: los coches de segundamano.