martes, 30 de diciembre de 2008

X.

Cuando salí del apartamento eran las 20:30 y mi bolsillo se hinchaba con las 50.000 pesetas que guardaba. Oí cómo se cerraba la puerta tras de mí y tuve la sensación de que aquel portazo suponía mucho más que un golpe retumbando en la escalera, era una sacudida en mi interior que vertía toneladas de sal en las heridas abiertas. Me agaché y recuperé la fotografía de Bea; ahora tenía que recuperarla a ella. Una vez en la calle, me senté en un banco y con la imagen de Bea entre mis manos lloré. Y lo hice porque me sentía sucio, asqueado... como si hubiera sido violado brutalmente, pero era precisamente el hecho de que no hubiera existido violencia el que me producía esa sensación.
Terminé la tarde sentado delante de una barra, en un bar próximo al infierno, emborrachándome con whisky como en los viejos tiempos. Sólo faltaba el piano... Sostenía todavía la foto y la mira fijamente, pero no veía el rostro de Bea; eran los cuarentones los que desfilaban una y otra vez ante mí, sonriendo y empapándome de repugnante amabilidad. Y Satanás, también estaba Satanás. Aparecía embutido en unas mallas negras y un jersey entallado de un rojo intenso... y se reía. Allí en el bar casi podía oír sus carcajadas, que retumbaban en mis oídos. Cuando hube besado la fotografía de Bea una docena de veces y mezclado mis lágrimas con otros tantos whiskys, el camarero se negó a servirme más y me rogó que me marchara. Le pagué con aquel dinero sucio, del que me quería desprender inmediatamente y me fui.
Necesitaba a Bea como nunca antes lo había hecho. Me encaminé hacia su casa con la esperanza de que estuviera en casa y pudiera hablar con ella. A medida que me iba aproximando a su casa, los deseos de verla se incrementaban poderosamente pero algo me impedía llamarla. A pesar de la borrachera, era consciente de la situación y no me sentía con el valor suficiente para mirarla a la cara. No, aquella noche no. Satanás me había arrebatado todo el valor que tenía y aún no lo había recuperado. Imaginaba a Bea abrazándome y yo, mientras, con la mente en aquel apartamento de la Gran Vía. No quería aquello. Permanecí observando la ventana de Bea por espacio de hora y media, pero continuaba oyendo las carcajadas de Satanás.
Había perdido por completo la noción del tiempo cuando la vi aparecer por el otro extremo de la calle. Un miedo atroz me invadió de arriba a abajo y resolví esconderme detrás de uno de los coches estacionados. La vi pasar y justo antes de que se la tragara el portal tuve unos febriles deseos de gritar su nombre, que se diera media vuelta y abrazarla durante horas, sentir su calor cosolándome, su ternura protegiéndome y acallando para siempre aquellas carcajadas de Satanás que me mataban.
No lo hice. Cuando noté el chasquido de la puerta al cerrarse supe que por aquel día, todo se había cerrado definitivamente. Salí corriendo, sin dejar de llorar, pensando que todo se arreglaría, que a la mañana siguiente saldría de nuevo el sol... engañándome cínicamente con un “No ha pasado nada” y sabiendo en lo más profundo de mi ser que las carcajadas de Satanás nunca se desvanecerían del recuerdo y que, cuando menos lo esperase, escucharía de nuevo su estremecedor y angustioso sonido, martilleando una y otra vez mis oídos... Una y otra vez.

jueves, 18 de diciembre de 2008

IX.

Alonso Martínez. Restaban dos estaciones tan sólo para llegar a aquel lugar. Para llegar y morir un poquito más por dentro. Obtendría lo que tanto necesitaba y perdería lo único que tenía hasta entonces de valor... aunque esperaba que pudiera recuperarlo algún día. Dinero por dignidad. Ignoraba si era un buen cambio, pero sabía que era el cambio, con eso bastaba. La pregunta que me sacudía incesantemente era si podría volver a mirar a la cara a Bea.
Chueca. Una estación nada más. Una estación y me codearía penosamente con lo que siempre había repudiado. Los homosexuales siempre habían tenido mi más profundo respeto, pero lo que jamás soportaré es a esa maldita gentuza que se empeña en, no sólo ocultar su condición de homosexual, sino que además engañan a sus seres más queridos. En ocasiones es necesario ocultarlo porque las circunstancias así invitan a hacerlo, pero eso no es lo mismo que engañar... Hay que apoyarse en alguien más, aparte de tu pareja, porque si no se hace así se vivirá un completo fraude. Cuando pasa eso acaba por morirse en vida... como todos esos hombres casados con los que me encontraría en aquel apartamento de la Gran Vía y que buscaban ansiosamente humedades que no se hallan sólo en el agua.
Gran Vía. Fin del trayecto a ninguna parte. Bajé del vagón y caminé en dirección a las escaleras mecánicas. Me eché al lado derecho para permitir el paso. “No va a pasar nada”. Me lo repetía una y otra vez. Me sudaban las manos y la pesada sensación del estómago me hacía suponer que de un momento a otro vomitaría. Parecía que el corazón iba explotar, destrozando mi caja torácica, perdiéndose en aquellas escaleras mecánicas. Por una vez, pensé que bajaba al infierno por unos peldaños que, curiosamente, sólo ascendían... Y ya no había marcha atrás, como tantas otras veces. “No va a pasar nada”.
Ya me encontraba enfrente del portal. Traspasé el umbral, subí andando a la tercera planta -subiendo otra vez al infierno- y me detuve en la puerta de la izquierda. Cuando volviera a salir de aquel apartamento una parte de mí no regresaría conmigo, se quedaría allí, se consumiría allí... Extraje de mi cartera la fotografía que Bea me había dado, miré a mi alrededor y descubría que uno de los peldaños de madera estaba carcomido... podrido por todo lo que escapaba del piso próximo... igual que en ese instante yo estaba carcomido por la duda y el temor. Introduje la fotografía en el hueco que quedaba y pensé : “Tú aquí, que jamás te alcance esta jodida miseria... esta asquerosa locura de la que yo no puedo escapar”. Cerré los ojos y respiré profundamente. Alargué la mano hasta el timbre y, mirando por última vez la foto de Bea, con la mirada con que uno se despide en una estación de tren, me dije : “No va a pasar nada”... y llamé.
Aquella habitación, que supuse era la sala de espera, estaba repleta de cuarentones, con barrigas tan gordas como sus carteras, que desbordaban billetes por los cuatro costados. Al entrar dirigieron hacía mi la vista y con ella descargaron toda la lujuria y el vicio que albergaban, taladrando hasta el último resquicio de valor que conservaba. Sus obscenas sonrisas y su odiosa amabilidad infundían un miedo como nunca tuve, como jamás sufrí. Cuando el encargado me ordenó que pasara a otra sala y me desnudase, creí estar viendo al mismísimo Satanás, dispuesto a robarme el alma, a mancillarla y a aniquilarla por el escaso valor que tenía.
- Ahora irán pasando. Los recibes así como estás y les haces el apaño -explicó Satanás.
- ¿Cuánto tengo que cobrarles? pregunté, casi tartamudeando.
- Por eso no te preocupes que tú no tienes que hacer nada de eso, ya les cobro yo a la entrada -dijo, dando media vuelta- ¡Ah! Las gomas las tienes ahí en la mesilla.
Abandonó el dormitorio. Eran las 11:00 de la mañana. Por última vez, lancé al silencio un grito desgarrador -“No va a pasar nada”- y la viciosa sonrisa de un cuarentón trajeado
que entraba se grabó a fuego en mi corazón, abrasándolo un poco más... Y sí que pasó algo.

domingo, 14 de diciembre de 2008

VIII.

¿Por qué demonios la cabeza de las personas tenía que comenzar a funcionar en el momento más inoportuno? Siempre ocurría lo mismo; la sucesión de acontecimientos se desarrollaba paso a paso, sin dejar un solo detalle. Aquel domingo por la noche debía acostarme temprano, a menos que al día siguiente pretendiese tirar al cubo de la basura todo el trabajo realizado en los últimos días. A las ocho de la mañana me encontraría sentado en un banco de clase, al final del largo pasillo, con mi pluma azul Mont Blanc en mi mano izquierda y dispuesto a realizar un examen, formato de test, de Mecánica. A decir verdad, habría preferido comenzar la semana con algo menos emocionante, pero no había elección. En esta vida, cuando no se tiene elección, sólo se puede hacer una cosa: aceptar el acto a realizar con la mayor dignidad y entereza posibles y, dentro de lo que cabe, facilitar el camino hacia el ineludible acto. Ignoraba si mi dignidad y mi entereza estarían a la altura debida, pero con respecto a la segunda premisa, me había armado con un pequeño kit de chuletas, hábilmente producidas y que, sabiamente camufladas, supondrían la facilidad que precisaba hacia ese ineludible acto.
Era incapaz de cerrar los ojos, dejar la mente en blanco y dormirme plácidamente. Mi cabeza funcionaba y funcionaba, recordándome que no tenía dinero, que lo necesitaba, que desconocía cómo obtenerlo. “¿Tienes alguna limitación sexual?”. “Pero esto es con señores, ¿lo sabías?”. Aquellas frases se repetían en mi interior produciéndome una sensación de culpabilidad; era culpable de haber pensado que prostituyéndome viviría mejor, sin darme cuenta de que el beneficio económico jamás compensaría la pérdida, ya no espiritual -eso implicaría a un Dios- sino la pérdida de la dignidad como persona. Vendiendo el propio cuerpo se menospreciaba la esencia del ser humano y se devaluaba hasta límites inimaginables, empapándose de una moral esquelética o, más aún, de una amoralidad que sostenía la anarquía total de actos.
Me intentaba escudar inútilmente en el hecho de que siempre haya intentado averiguar la diferencia entre prostituirse y ligar con chicas desconocidas cada fin de semana. Todos los sábados entraba con mis amigos en algún bar con la lujuriosa intención de encontrar a una chica dispuesta a besarse desenfrenadamente conmigo, permitiéndome introducir mi mano por la cremallera de su pantalón y quién sabe si algo más. Aquello era prostituirse gratuitamente, luego hasta cierto punto, las putas y los chaperos actúan con más inteligencia que nosotros. La única diferencia reside en que yo buscaba solamente sexo y las putas lo utilizan como mero instrumento para obtener dinero.
Si el dinero fuera lo único que matizara ambas situaciones, no habría dudado un segundo qué hacer, pero había algo en mi interior que me empujaba lejos de aquella tenue línea que separaba la prostitución del ligue. Quizás era ese elemento judicial que llaman conciencia, quién sabe. Pero cuando recordaba la cara de Beatriz cuando me había pedido que fuera a aquel viaje, mis ojos brillaban tanto que parecía que iban a rebosar y no contemplaba otra salida: tenía que conseguir ese maldito dinero fuera como fuera, tenía que ir con ellos a Málaga, tenía que decirle por fin a Beatriz que me gustaba más de lo que nadie lo había hecho en toda mi vida y que deseaba probar a tener, por una vez, un poco de estabilidad. Quería saltar al vacío con ella y hacerlo sin paracaídas, retando a la suerte, porque cuando realmente buscas algo bueno, hay que provocar a la suerte... y provocarla con descaro y soberbia.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

VII.

El tiempo transcurría a toda velocidad... como los coches. Los días iban quedando atrás y sin percatarnos habíamos pasado juntos ocho meses, durante los cuales no se habían producido desavenencias dignas de mención. Con frecuencia nos citábamos en algún bar con el fin de saber a dónde iríamos esa tarde y la mayoría de las veces acabábamos por no salir de ese bar. Allí charlábamos de los temas más dispares, degenerando las discusiones en sentencias pseudofilosóficas, radicales y que no iban a parar a ningún lado. Comenzábamos a hablar y perdíamos completamente la noción del tiempo. La cuestión más absurda nos era suficiente para discutir durante horas. Recuerdo un día en especial. No podría determinar la fecha exacta porque nunca reparo en ese tipo de cosas, pero sí todo cuanto sucedió.
- Sí, eso es como lo de la infidelidad, ¿no? -dijo Bea. Habíamos estado hablando sobre cómo la gente en general vivía circunscrita a toda una serie de normas sociales que, casualmente, resultaban de lo más absurdas-. No tiene nada de malo ser infiel, lo que pasa es que la sociedad lo ve mal. Siempre lo ha visto mal y, claro, no se puede ser infiel.
- ¿Quieres ser infiel?
- Yo no he dicho que quiera ser infiel, Iñaki, pero no tiene nada de malo. Vamos a ver, pongamos que yo tengo un mal día o que por cualquier otro motivo me lío con un tío y nos acostamos, ¿voy a dejar de quererte por eso? Eso no es amor, es sexo y se acabó. Yo te voy a seguir queriendo.
- Tal vez, pero yo a ti no -aseguré.
- Ya, eso no te lo crees ni tú. Si me quieres de verdad no vas a dejar de hacerlo de golpe.
- Yo sí, créeme.
- ¿Y por qué? Sólo habría sido sexo.
- Ya lo sé -coincidí-, pero no se puede hacer eso. No me mires así, es cierto. Una relación no puede basarse sólo en lo que se hace juntos, sino en lo que se hace separados... es casi más importante. Es muy difícil de explicar. Yo qué sé, el caso es que yo sí sería capaz de dejar de amarte de un día para otro.
Se sonrió, me cogió la mano entre las suyas y acercándose para besarme añadió: “Por si acaso no haremos la prueba, ¿eh?”. “Tú misma, rompecorazones”.
De regreso a su casa me anunció que Irene y los demás estaban preparando un viaje a Málaga. La gente, según decía, estaba muy ilusionada con el plan. Ella también. Lo contaba con ese brillo especial en los ojos que sólo se tiene en ciertas ocasiones y que siempre indica la fragilidad del deseo. Un deseo que yo no quería romper.
- ¿Vendrás tú también, no?
No hay ser humano capaz de decir “no” en un momento como ése y, sobre todo, ante aquel rostro que rebosaba felicidad. “Claro, no me voy a perder un viaje así”. De nuevo me besó, pero fue un beso muy distinto a los demás. Este fue largo, suave y sincero. Todos sus besos eran sinceros, no me cabe la menor duda, pero siempre iban cargados de pasión, de deseo. Éste, en cambio, quedaba desprovisto de todas esas sensaciones y resultaba más pausado, más... lleno de amor. Toda una carga de profundidad para mi corazón desprevenido.
Realmente me apetecía ir a aquel viaje, pero no tenía dinero y la situación en mi casa era demasiado tormentosa como para pedir que me lo subvencionaran. Además, aunque hubiera sabido que lo harían, nunca se lo habría pedido; no quería deberles más de lo que les debía hasta entonces. Nada. Me había precipitado con mi respuesta afirmativa a aquel viaje y ahora no sabía cómo iba a conseguir el dinero. Había realizado algunos intentos, pero era inútil. Irene me cogió con las manos en la masa, leyendo los anuncios de trabajo en el periódico. A pesar de que nunca hablábamos, era una de las personas que mejor creía conocerme y en seguida me preguntó:
- ¿Qué? ¿No tienes pelas para el viaje, eh?
- Ya está la lista -respondí, tras levantar la vista del periódico y comprobar quién me estaba hablando-. Pues sí, ni un duro.
- Aún no sé por cuánto saldrá, pero no creo que sea demasiado.
- Organizándolo una tía que se llama Irene y que le gusta que la llamen Luna, seguro que sale por un ojo de la cara. Con lo que me va a costar el viaje, podría cambiar las puertas de casa, pintar mi habitación, comprarme el ordenador y mandar a mi madre al asilo.
Irene se reía a carcajadas. Su escandalosa risa era tremendamente contagiosa y en la cafetería de la Facultad todos terminaban por reírse aún sin saber el motivo.
- ¡Qué idiota eres, cara huevo! Pues que sepas que “Irene” significa “guerra”, así que ten cuidado -amenazó entre risas-. Pero, ¿te apetece ir?
- Claro, aún no sé como voy a ir pero sí que me apetece. Además, tendríais un guía cojonudo. Conozco algún garito por allí que está muy bien.
- Sí, hombre. Y me llama a mi lista. A ver, sabihondo, qué garitos conoces, que yo he vivido allí.
No debía haber dicho nada. Nadie tenía por qué saber que yo conocía Málaga. Todos creían que nunca había salido de Madrid, salvo en viajes de fin de curso, porque siempre que hablaban de sus viajes yo me callaba, incluso hacía preguntas acerca de esos lugares cuyas respuestas conocía sobradamente para disimular. Pero quería ver la cara de Luna cuando le contestara.
- Pues podemos ir al cine, por ejemplo.
- ¡Ostia! ¡Te has mojado mucho, listillo! ¿Qué cine?
Ella lo había querido. Acababa de encender la mecha de la bomba que le iba a estallar en las manos, dejándola con la boca abierta.
- ¿Qué te parece al Alameda, o al Echegaray? Claro que si el cine no gusta siempre está el teatro, el Miguel de Cervantes, mismamente.
La expresión de su cara había cambiado súbitamente y me miraba con los ojos muy abiertos, casi sin pestañear. Era el momento de dar la estocada definitiva.
- Y luego nos íbamos a tomarla al Quitapenas, a Lo Güeno o al H20, ahí en La Malagueta.
- ¡Qué capullo eres! ¿Cuándo has estado? -lanzó la pregunta, ahogada por la risa.
- Eso nadie lo sabe -repliqué, acompañando la contestación de un guiño de ojo mientras me levantaba-. Es el misterio de Nacho, ¿no?
Me fui y Luna se quedó allí plantada, sin saber muy bien qué decir y repasando mentalmente los nombres que le había dado.

lunes, 1 de diciembre de 2008

VI.

El siguiente encuentro fue mucho más satisfactorio. Tenía lugar una fiesta en la facultad de Derecho y, por casualidad, coincidimos allí. La vida tiene estas cosas: cuando uno ni siquiera se lo imagina, aparece lo inesperado que, en el fondo sí que se espera y desea, pero que es tan remoto que resulta imposible. Es entonces cuando uno nota esa extraña sensación como si alguien le llamase por la espalda, se vuelve y ¡bingo!, ahí está quien queríamos que estuviera, por increíble que parezca... Y allí estaba ella, con una camisa azul y unos vaqueros ceñidos que marcaban su esbelta silueta, sonriéndome con uno de sus cien mil tipos de sonrisa... y todos ellos preciosos.
- ¡Hombre, mira a quién tenemos aquí! Si es miss planta carnívora... -saludé.
- Hola, no sabía que ibas a venir. ¿Llevas mucho?
- Vaya, un rato. Venga, ¿qué quieres tomar?
- Prefiero bailar -contestó, rotunda.
Me limité a callarme. Un alud de silencio se precipitó sobre nosotros y, por un momento, ni siquiera oí la música. Al fin, se decidió a romper aquel silencio.
- ¿Bailas? -invitó.
- Mejor que tú.
Volvió a reírse y antes de que tuviera tiempo para reaccionar deslicé mi brazo por su cintura y me dirigí con ella hacia la barra del bar. Ángel se encontraba al otro lado del local observando atentamente el proceso con aquella cara de Michael Douglas alelado.
- Ah, pero entonces, ¿es que no vamos a bailar?
- Hay un pequeño problema -me disculpé-, aparte de lo de mi pata de madera, soy demasiado patoso con las piernas... debe de ser que no le llega suficiente oxígeno a mi cerebro y no les manda órdenes a las piernas y cada una va por su lado. Si quieres podemos intentarlo, pero puedes quedar lisiada para el resto de tu vida de los pisotones que te dé.
Y seguía riéndose. Resultaba muy fácil dibujar una amplia sonrisa en aquel rostro y eso era genial, sencillamente genial. Cada frase que salía de mi boca parecía inyectarle una buena dosis de carcajadas. Me gustaba. Además, se había resignado a no bailar y a acompañarme mientras bebía mi quinto whisky de la velada. Charlamos toda la noche, bajo la atenta mirada de Ángel, que comenzaba a inquietarse. Cuando Beatriz acudió al servicio fui rápidamente en busca de Ángel.
- ¿Qué tal?
- Bien, muy bien. Esta es la piba que te decía -dije.
- ¿Ésta? Tenías razón, no está nada mal. Y qué, ¿hay posibilidades o no?
- Eso duele -lamenté, simulando a uno de esos actores de cine mudo-. Claro que hay posibilidades, no dudes de mí. En dos minutos...
Fue imposible terminar la frase porque en ese mismo instante regresó Beatriz por sorpresa y me interrumpió bruscamente.
- Hola -saludó.
- ¿Ya estás aquí? - pregunté sin esperar respuesta-. Mira, éste es Ángel. Ángel, Beatriz.
Se saludaron el uno al otro y antes de que pudiera decir nada, Beatriz preguntó “¿Qué pasa en dos minutos?”. Guiñé un ojo a Ángel e inmediatamente después me acerqué a ella, la besé y le dije “Que te voy a sacar a bailar”. La mirada de Ángel ya no era atenta, era atónita. Nos veía bailar, muy pegados, casi fundiendo nuestros cuerpos en uno solo. Ella apoyaba su cabeza en mi hombro y, suavemente, dijo:
- ¿Y si te llega a salir mal?
- Es que me ha salido mal -repliqué-. He tardado menos de dos minutos.
- Estás loco... y eso me gusta.
- Por algo hay que empezar, ¿no? -dije, besándola de nuevo.
Tras este último y largo beso permanecimos callados el resto de la canción: Smoke gets in your eyes, interpretada por The Platters. Jamás olvidaré esa canción. Fueron los dos minutos y treinta y nueve segundos más especiales en mucho tiempo. Desde entonces la he escuchado cientos de veces y cada vez que lo hago, siento lo mismo que aquella noche, bailando allí pegados, olvidando todo cuidado por no pisarla y sabiendo que mi coche había cogido un desvío desconocido hasta entonces, un desvío que tal vez, y sólo tal vez, no era si no una calle cortada más.