viernes, 30 de enero de 2009

II.

Pedro se levantó aquella mañana entregado por completo a la rutina diaria. Tras haberse incorporado de la cama, fue deslizándose por el pasillo, procurando no hacer demasiado ruido para no despertar a su familia. Entró en el cuarto de baño y se sorprendió al descubrir que Nacho no se encontraba en él. Solían coincidir todos los días, en ese espacio de tiempo en que uno finaliza sus tareas de aseo y otro las comienza. Pero aquella mañana no se encontraron. Media hora después, Pedro salía del cuarto de baño perfectamente afeitado y con un pelo engominado impecablemente. Se dirigió al cuarto de Nacho con la intención de darle los rutinarios “buenos días”, pero su hijo tampoco estaba allí. Su cama no había sido deshecha; las sábanas se hallaban inmaculadamente estiradas, sin una sola arruga que revelase que hubiera sido ocupada por la noche. Pedro no supo cómo reaccionar durante unos segundos. Miraba atónito la sábana pulcramente extendida y por su mente comenzaron a precipitarse desordenadamente una larga lista de lugares en los que podía encontrarse su hijo.
Esta vez no se deslizó a lo largo del pasillo, corrió desesperadamente hacía su dormitorio en busca de su mujer. Clara se despertó sobresaltada.
- ¿Qué pasa, Pedro?
- Nacho no está.
- ¿Qué?
- Que no está -repitió el padre-, que no ha pasado la noche aquí.
- ¿Cómo que no ha pasado la noche aquí? -preguntó Clara.
- ¡Que no, joder, que no! ¡Pareces tonta!
Una vez que se hubieran calmado, buscarían la agenda de su hijo entre las montañas de papeles que se amontonaban en su escritorio. No encontraron más que sus restos calcinados en una papelera. Nacho debía de haber quemado la agenda antes de irse. Ya no cabía la menor duda. En un principio, los padres habían pensado que su hijo estaría seguramente en casa de Ángel o de algún otro amigo. Ahora, en cambio, permanecían mirándose fijamente, en silencio, al pie de la papelera que contenía las cenizas de la agenda. Clara se llevó la mano a la boca. Una lágrima resbaló por su mejilla.
- No, Dios mío, no, por favor -suplicó mientras se encaminaba rápidamente al armario de su hijo. Abrió bruscamente las puertas de madera de roble y cuando observó la ropa que descansaba en las baldas se dejó caer sobre sus rodillas, emitiendo un grito histérico. Faltaban unas cuantas prendas. Pedro se acercó y la rodeó con los brazos, tratando de consolarla.
- ¡Déjame, cabrón! -gritó Clara-. La culpa la tienes tú, hijo puta, que siempre estás peleándote con él.
Pedro la soltó, como quien se desprende de algo inútil y molesto.
- ¿Yo? Pero qué mala eres, ¡qué mala eres! Tú si que estabas siempre peleándote.
El intercambio de insultos y acusaciones aún duraría unos diez minutos. Cuando repararon en que el tiempo corría en su contra cesaron en sus mutuas descalificaciones y llamaron a la policía. En mitad de la angustiosa excitación y el frenético histerismo del que eran objeto, recibieron bruscamente desde la centralita policial, como un pesado y duro mazazo, la fatídica pregunta:
- ¿Es mayor de edad?
Esperó la respuesta afirmativa, que se demoró un tanto por el desconcierto producido ante aquella pregunta.
- Pues no lo podemos considerar todavía como una desaparición. Puede haber ido a cualquier sitio, por cualquier motivo. Lo siento.
- Escúcheme, señorita -exigió Pedro con crispación-, mi hijo no se iría toda la noche fuera sin decirme nada, ¿me oye?
- Lo siento de veras, pero no han transcurrido las horas necesarias para considerarlo desaparición.
La desolación se instalaría en casa de Pedro y Clara, empapando el ambiente de una pegajosa sensación de vacío, de profunda decepción. ¿El remedio? Aquello no tenía remedio, aunque ellos lo ignoraran e intentaran por todos los medios retener a su hijo, todas las puertas estaban cerradas... y únicamente Nacho era capaz de abrirlas de nuevo, pero se encontraba demasiado lejos para hacerlo, para coger las llaves de esas puertas y utilizarlas. Llaves que se habían fundido a la vez que la agenda quedaba totalmente calcinada, sin posibilidad alguna de recuperarla.

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