domingo, 25 de enero de 2009

XVI.

Allí estaba... una vez más. ¿Cómo era posible que aquel tipo no se diera cuenta de lo que me estaba haciendo? Y lo que es peor, ¿cómo no se daba cuenta ella? ¿O si lo hacía? Lo ignoro. Seguramente esta fue una de las razones que motivó el patético desarrollo de los acontecimientos posteriores.
No eran celos exactamente... o al menos eso creo. Descarto definitivamente la posibilidad de los celos porque éstos atacan únicamente cuando uno duda. Se trata de esa terrible duda que desmorona los cimientos más sólidos de cualquier seguridad. Aparece sin previo aviso, por la retaguardia y, en el momento más inesperado, ejecuta el golpe de efecto definitivo provocando el hundimiento más atroz.
No, no eran celos exactamente. Yo nunca fui víctima de esa certera duda. La incertidumbre no conseguía alcanzarme pues estaba escudado eficazmente tras la certeza de que Beatriz estaba realmente enamorada de mí. Cabría pensar que a pesar de hallarse en ese estado que se supone tan maravilloso, cayera en la antigua tentación del sexo. Sin embargo, la seguridad y confianza en ella eran tales que ni siquiera me planteaba el hecho de la infidelidad. Me agradaba pensar que en el penoso caso de que la tentación llamase a su puerta, tendría el mínimo tacto que se puede exigir y antes me lo diría... ¿o no?
No, no eran celos exactamente. Tan sólo me invadía una extraña sensación difícilmente definible, que me envenenaba las entrañas. En ocasiones, unos deseos febriles de golpear a Enrique se apoderaban de mí y juro que debía contenerme para no atacarle ferozmente. Y allí estaba una vez más. No lo soportaba. Con frecuencia se iba con ella sin mediar palabra o la acompañaba a lugares donde se suponía debería haber acudido yo. “¿Y no te importa?”, me decía Luna. La respuesta sólo podía ser una : “No, ¿por qué?”. No. Tras esa palabra nadie sabrá jamás el sufrimiento que yacía. Sentía que moría un poco por dentro cada día que llegaba a clase y les veía juntos de nuevo, o cuando me cruzaba con ella y ni siquiera me saludaba porque iba hablando con Enrique. Tras ese rotundo “no”, que para Luna no era tan rotundo, se hallaba toda una amalgama de sensaciones, todas ellas en contienda con cualquier sentimiento de felicidad. Y nadie lo sabía. Nadie.
“Joder, qué relación más rara”. Otra de las frases de Luna. ¿Qué relación? Llegaba un punto en que esa supuesta relación no era más que el espejismo esperanzador de una persona que se siente tan solo que dibuja a alguien en su mente, dotándole de todo aquello que precisa. Pero el espejismo se desmorona poco a poco. En un principio estaba convencido de que aquello saldría bien y creo que no era el único. Todo el mundo, incluso Ángel, estaba convencido de que no sólo formábamos una buena pareja, sino que llegaríamos muy lejos. Yo, en cambio, había fijado una fecha tope en la que se acabaría ese viaje y, sorprendentemente, el plazo ya había vencido... Pero no llegaríamos lejos. Me había equivocado al establecer el plazo con desastroso fin, pero el error era mínimo... tan mínimo como el amor que pareció sentir ella alguna vez por mí.
Estaba tan confuso que era incapaz de mantener un orden lógico en mis pensamientos. ¿Por qué hice lo que hice ? Quién sabe. Es la estúpida teoría de los fogonazos. Luna lo llamó en una ocasión, aquella vez a la salida del teatro, “impulsos”, pero siempre he preferido llamarlo “fogonazos”. Son situaciones en las que odiosamente condicionado por los acontecimientos que a uno se le han cargado paulatinamente a la espalda, se acaba por romper con todo. En lugar de desplomarse y hundirse sin vislumbrar posibilidad alguna de rehacerse, uno se inclina por descargar todo el peso... Lo terrible de estos espontáneos fogonazos es que fuerzan irremediablemente a dejar atrás tanto lo bueno como lo malo y partir a alguna parte, aún sin determinar, con el solo equipaje del recuerdo. Ni siquiera se puede decir que el valor sea tu compañero de viaje, porque cayó con el resto del lastre. Quien de veras sí te acompaña es la soledad, que siempre es fiel y proporciona conversación, esos larguísimos monólogos, tanto al que lo necesita como al que no, porque la soledad habla, y habla mucho... basta prestarle oídos. Eso es algo de lo que uno se da cuenta a medida que transcurre ese viaje a ninguna parte, cuyo destino está penosamente ligado al pasado a pesar de que uno ni siquiera quisiera asistir al presente.

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