jueves, 1 de enero de 2009

XI.

El amor. ¿Quién sabe qué demonios es eso? Nadie, absolutamente nadie y quien crea saberlo está confundido. Ha sido víctima, como otros tantos, de esa oscura sensación que invade la mente de las personas y logra embriagarles hasta el punto de realizar auténticas locuras. Basta echar la vista atrás y... en fin, yo también fui una víctima. El porqué es desconocido y el cuándo imprevisible, pero un buen día hace acto de presencia y ese día supondrá una elevación en todos los sentidos. Cambia en cierto modo la concepción de la vida y gran parte de los valores. Como si de un globo aerostático se tratara, uno comienza a subir a las alturas a medida que se sueltan los lastres, precipitándolos al vacío sin posibilidad de recuperarlos. El vértigo se experimenta de manera acusada y cada pie de altitud que ascendemos supone una terrible sacudida al corazón, que tiene desde el mismo momento de la partida la angustiosa sensación de que de súbito todo se va a venir abajo. A pesar de ello, deseamos proseguir el ascenso y nos sorprende vernos abandonar cosas que siempre hemos tenido en gran estima y que ahora, en cambio, consideramos pesados lastres que entorpecen el viaje.
De manera tan inesperada a como subimos un día en el globo, llega el día de fin del viaje. Se acabó. Caemos en picado y el golpe es tremendo. Aún aturdidos por el fuerte batacazo sufrido, nuestra mirada busca desesperadamente los lastres. ¿Dónde demonios están esos dichosos lastres? Seguramente, ya los habrá recogido otro y la decepción por su pérdida se confunde con el dolor de la caída.
Antes todo era distinto. Había viajado mucho y siempre hallaba un nuevo globo en el que introducirme como polizón. Era genial porque nunca me deshacía del lastre y, lo que resultaba más tranquilizador, iba correctamente equipado con un buen paracaídas. Sin embargo, con Beatriz no fue así y, sinceramente, no creía que volviera a subir a otro globo el resto de mi vida. El vértigo era desconcierto y muchas veces tenía nombre de hombre: Enrique.
- ¿Por qué no me llamas Kike como todo el mundo?
- Porque no me apetece, Enrique.
Estúpido diálogo que se repetía cada vez que le llamaba por su nombre. Aborrecía a ese tío. Todos creían conocerle y no sabían en realidad quién se ocultaba tras esa fachada de amigo inseparable. Yo sí... conozco a los tipos de su calaña. Toda mi vida los he tenido que padecer. La falsedad subyacente en esta clase de personas es lo que me pone enfermo. Bajo su amabilidad desinteresada mantienen un meticuloso entramado de sucias estrategias para obtener todo cuanto desean... incluso a Beatriz.
El maldito hijo de puta tenía la desfachatez de intentar separar de mi lado a Beatriz e inmediatamente después invitarme a unas cañas. ¿Pero qué se había creído? Repudio de él y de todos los que actúan del mismo modo y desde mi infinito dolor les deseo que sufran con idéntica intensidad del castigo que siempre me han impuesto.
Jamás se lo dije a Beatriz. Habría resultado muy sencillo acercarme y comentar “Joder, cómo se cantea a veces Enrique, ¿no?”. Pero de qué habría servido. Ella parecía disfrutar y no reparar en lo que realmente pretendía Enrique. Era increíble la metamorfosis que experimentaba Bea cuando estaba a su lado. Siempre la consideré muy inteligente y lógica en todos su planteamientos, pero cuando estaban juntos rayaba la estupidez y el más absoluto ridículo.
- Tío, díselo, no seas tonto -dijo Luna, esbozando una sonrisa que consiguió tranquilizarme.
- ¡Bah! -cogí la botella, bebí un sorbo de cerveza y proseguí-. Da igual. Si al final siempre pasa lo mismo.
- ¿Qué pasa?
Permanecimos sentados en aquel bar toda la tarde. Luna estaba preocupada por mi estado y me había invitado al teatro. La miré fijamente a los ojos, suspiré y dije:
- Siempre, desde que tengo uso de razón, he perdido todo. Nunca he tenido suerte y todo lo he conseguido currando como un cabrón... y para nada -tuve que hacer una pausa y desviar rápidamente la vista, porque comenzaban a nublarse los ojos y no quería romper a llorar-. Y esto se ha acabado.
- ¿Por esa tontería? ¿Porque se haya suspendido el viaje a Málaga ? Vamos, hombre -dijo Luna.
- Son demasiadas tonterías y estoy hasta las narices -acabé la cerveza y llamé al camarero-. Otra cerveza y, ¿tú quieres algo? -Luna movió la cabeza, negando-... y nada más.
- No creo que sea para tanto. Además... -la frase quedó bruscamente interrumpida. No lo podía aguantar por más tiempo y toda la furia y el rencor contenidos explotaron como una granada.
- Escúchame, Luna. Sí que es para tanto. Estoy harto de llegar a casa y tener la odiosa sensación de que tendré una casa, pero lo que es un hogar... Harto de que no me salga nada... ¿sabes por lo que he tenido que pasar para conseguir el dinero de ese viaje? Jamás te lo imaginarías, jamás... Estoy harto de ese Enrique, de que siempre se vaya con él y de que no esté aquí ella porque se han ido a no-sé-dónde... Estoy hasta las mismísimas narices de salir con Bea y creer que me está poniendo a prueba, que tengo que superar el listón de ese maldito Enrique... ¿Y sabes que es lo peor ? Que es tan jodidamente presuntuosa que sabe que me tiene bien pillado y le gusta putearme. Y se acabó. ¡Eso se acabó!
Miré a mi alrededor y descubrí que todo el mundo nos miraba sorprendidos. La escenita que organicé debió de ser bastante ridícula y Luna estaba avergonzada. Me resultaba indiferente y Luna lo sabía.
- Venga, pagamos y te acompaño a casa -sugerí.
- ¿Y la cerveza que has pedido? -preguntó extrañada.
Me encogí de hombros, dejé el dinero en la mesa y me levanté. De camino a su casa continuamos la conversación. Ella intentaba hacerme entrar en razón. Quería que no cometiera una locura a pesar de que era perfectamente consciente de mi situación. Sabía demasiadas cosas como para no entenderlo. Ella pretendía hacerme reflexionar, que viera los puntos favorables. Luna deseaba aferrarme a su lado. Ella... ella me quería de verdad y fui tan estúpido que jamás me di cuenta de ello... Y lo peor, es que yo también la amaba, de un modo u otro.

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