sábado, 24 de enero de 2009

XV.

Con dieciséis años rocé el alcoholismo y la drogadicción. Conseguí salir del mal camino y, admirablemente, en casa, una vez más, nunca supieron nada. Estuvieron a punto de perderme y estaban tan ocupados en gritarse el uno al otro que no se dieron cuenta. ¿Necesitaba su apoyo para salir de aquella pesadilla? Creo que no. Creo que fue precisamente su ignorancia e indiferencia lo que me impulsó a abandonar ese maldito veneno que me destrozaba las entrañas. Cada grito, cada bofetón, suponían un nuevo impulso para seguir diciéndome “Hey, vamos adelante, que queda poco y tienes que demostrarte que no les necesitas... ni a ellos ni a nadie”. Ni siquiera a Marisa, a la que intenté sacar de su mortecino ambiente y fracasé. Incluso me costó más de una paliza por parte de Diego...
Y me lo demostré. No necesité a nadie y si no lo hice entonces, no lo haré jamás. Nunca me hará falta nadie porque más que un corazón, lo que tengo es una coraza demasiado sólida como para que alguien pueda traspasarla. Nadie. Nunca.
A los dieciocho años llegó a mis oídos la noticia de que Marisa había muerto : sobredosis. Se lo había advertido tanto... No me quiso escuchar. La grité hasta quedarme afónico y ni siquiera me oyó. Prefirió seguir escribiendo su particular partitura de vicio y destrucción, abrasándose en la hoguera mientras duró la leña.
- Sal de ahí.
- ¿Cómo? ¿Qué haré luego, Iñaki? Es mi vida. Mi partitura.
Me llamaba Iñaki, no sé por qué... como tampoco sé porque Bea lo hace. Son las dos únicas personas que me lo han llamado nunca.
- ¿Partitura? ¿Qué partitura?
- La de mi vida.
Silencio.
- Yo no soy como tú, Iñaki. Yo necesito una partitura para vivir.
Así se desarrolló la última conversación con Marisa. Di media vuelta y desaparecí.
La noche del velatorio acudí al tanatorio y dudé si entrar a verla o no. Finalmente decidí no verla. No quería que la última imagen que tuviera de ella fuera su tez pálida, enmarcada en un ataúd, con una apariencia tan fría... tan muerta. Deseaba recordarla en vida, aunque ya entonces estuviera medio muerta. A la salida del edificio me crucé con Diego. Una sensación de odio, asco y furia recorrió todo mi cuerpo, apoderándose de mí. Le propiné un puñetazo en el rostro, fracturándole el tabique nasal y haciéndole caer de espaldas. Desconcertado por el golpe y confuso por el dolor, se quedó mirándome. Mantuve la mirada unos instantes y me marché en silencio mientras pensaba : “Ese puñetazo por Marisa, por mi, por mi música y por todo lo que nos has hecho, maldito cabrón”.
¿Qué me ha dado mi música? Caos, destrucción, muerte y decepción. Y eso es muy difícil de olvidar. Cada vez que oyes un piano, la boca te sabe a whisky, el recuerdo te machaca el ánimo y el corazón se resiente. De la música conservo el éxito, la creatividad y una sensación de placer ilimitado, pero de mi música sólo conservo angustia y muerte, todo ello concentrado en dos temas: Dictadura y De dos años (compuesto tras la muerte de Marisa), que un día decidí no borrar porque, tal vez, sería lo único que volviera a sentir cuando lo escuchara... Y eso es muy difícil de olvidar.

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