martes, 20 de enero de 2009

XIII.

El piano. Cada día que pasaba tenía más deseos de tocar el piano. Deslizar suavemente las manos sobre las teclas, blancas y negras, cambiar el ritmo estrepitosamente con aquel estilo tan particular que yo tenía... que Marisa me había enseñado. Sí, sabía perfectamente que el día menos pensado volvería a sentarme delante de un piano y tocaría sólo para Bea ; lo haría horas y horas porque habría logrado combinar dos de los elementos más importantes y determinantes en mi vida : Bea y la música. Ambas tienen algo en común que las hace únicas e inigualables : no sólo hay que saber tocarlas para que funcionen, sino que cuando uno cree haberse hecho con las riendas y dominarlas, acaba por darse cuenta de que el dominado es él, sin ni siquiera querer remediarlo. Pero con todo, estaba convencido de que un día llamaría a Bea, le cantaría el mejor tema que jamás he compuesto y en ese momento no habría marcha atrás... una vez más. Regresaría la oscuridad... y se acabó.
No obstante, es tan difícil sentarse otra vez en la banqueta del piano... Y, sobre todo, es tan duro olvidar todo lo que pasó... Yo no era más que un crío pero eso no pareció importarle a nadie. Tal vez porque maduré demasiado rápido. Quince años, contaba únicamente con quince años cuando me introduje en un mundo que casi acaba conmigo. Recuerdo a Marisa muy bien, tal vez, excesivamente bien. Dicen que, en ocasiones es mejor recordar a los muertos que atender las necesidades de los vivos y es cierto. Sin embargo, en el caso de Marisa, preferiría que la memoria se esfumara por completo.
Estaba en primero de B.U.P. y Marisa era mi profesora de música. Poco a poco fuimos intimando, a medida que conocía los intrincados caminos de la música. Todo comenzó por mis deseos desmedidos de aprender a tocar el piano. Marisa me enseñó. Sí, me enseñó más de lo que yo le había pedido... Pronto descubrimos que tenía un don especial para la música ; era capaz de captar ciertas melodías sin necesidad de partitura, tono o conocimiento de solfeo. Aquel año adquirí una sorprendente soltura con el piano. Marisa intentó convencerme para que me presentase al concurso del instituto, pero sólo consiguió arrastrarme a una de las sillas del jurado. Odiaba y odio los concursos porque el arte que uno ha creado con tanto mimo e ilusión termina prostituyéndose por unos miles de pesetas. Lo más lamentable es que, a pesar de tenerlo muy claro, prostituí mi arte sin contemplaciones.
Cuando iba a casa de Marisa sufría una transformación, que alcanzaba su cima en el preciso instante en que apoyaba mis manos sobre las teclas del piano. El sonido inundaba la estancia, cerraba los ojos y notaba cómo la música penetraba en mi cuerpo y fluía por mis venas. Era magnífico aquel trance, aquel estado onírico en el que me perdía y con el que Marisa disfrutaba. Pero ella quería más y más. Y lo consiguió.
Una tarde, tumbados encima de su cama, charlábamos acerca de la música. Comenzó a sugerirme que conocía un local donde se tocaba el piano y que, quizás, ella podría mover unos hilos para que tocara alguna noche. Era lo que siempre había deseado. Me avalancé sobre ella y le di las gracias abrazándola. Me besó. Fue tan inesperado que mi única reacción fue corresponder con otro beso, al que sucedieron otros tantos que degeneraron en dos cuerpos desnudos siguiendo un ritmo frenético, apasionado... Aquel día, no sólo perdí la virginidad, sino que además, me adentré en un laberinto oscuro, tenebroso del que casi no logro escapar.

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