martes, 27 de enero de 2009

XVII.

Era una noche como otra cualquiera. La oscuridad se había dejado caer por la ciudad y me encontraba en la calle de Beatriz. Permanecía sentado en un banco de madera tan carcomida como mi decisión. Intentaba concentrarme en lo que iba a hacer ; no quería que nada saliese mal, no esta vez. Fui a un bar próximo a la casa de Beatriz y me dirigí al teléfono. A medida que iba marcando los números notaba cómo se abría ante mi una grieta insalvable, y marcaba más y más rápidamente.
- ¿Diga? -contestó Bea. Era ella, estaba seguro y, precisamente por eso colgué. Me había quedado en blanco, sin palabras. Nunca me había sucedido algo parecido y me sentí estúpido. Volví a marcar y, esta vez, la grieta me engulló.
- ¿Diga? -era de nuevo ella.
- ¿Bea? ¿Qué hay? ¿Qué tal?
- Bien, bien... Oye, ¿dónde estás, que se oye tanto jaleo?
- En el bar que hay debajo de tu casa. ¿Bajas un momentito?
- Dame cinco minutos -contestó y la voz se perdió bruscamente en el pitido de la línea cortada.
Aquellos cinco minutos siempre eran diez, pero en esta ocasión fueron realmente cinco y esa noche comenzó a no ser una noche cualquiera. Sugerí que fuéramos a un bar que conocía muy bien : La Pérgola. Las últimas noticias que me habían llegado acerca del local aseguraban que el dueño había cambiado ; Diego se había esfumado. Ojalá lo hubiera hecho para siempre. En cualquier caso, el piano seguía allí, esperando, quizá, mi regreso. Me agradaba la idea de figurarme al piano con vida propia, echándome de menos porque como yo nadie lo ha tocado ni ha interpretado canciones tan tristes.
Cuando llegamos, lo primero que hicimos fue pedir dos cervezas y sentarnos en una de las mesas situadas al fondo, desde donde se veía el escenario y la luz era muy tenue. Comenzamos a hablar de banalidades, como siempre hacíamos, para terminar discutiendo sobre nuestros futuros, que siempre eran distintos y separados el uno del otro, aunque se suponía que nos amábamos. “Mecanismos de defensa”, que suele decirse... Ella se imaginaba ejerciendo su carrera, soltera, independiente y sin haber perdido por el camino ninguno de sus rasgos más distintivos. Sonaba bien, muy bien. “¿Y tú?”, me preguntó. “Yo no me imagino, ni sé ni quiero imaginarme mi futuro. Sólo sé una cosa y cuando llegue el día habrá llegado pero eso es todo”. Respuesta, cuando menos, desconcertante, pero ella estaba acostumbrándose a ese tipo de contestaciones, a las que ya restaba importancia.
- ¿Tan quemado estás de todo?
- ¿Quieres que te diga la verdad? Hasta hoy voy tirando con lo que tengo, que aunque no es poco, no es suficiente. Y me fastidian muchas cosas y no tengo demasiada suerte con nada... Hasta el día que me harte, pase de todo y quiera desconectar. Ese día cogeré lo imprescindible, me haré con una caravana y si te he visto no me acuerdo. Será un adiós inesperado y definitivo. Llegaré donde nadie me conoce y donde nadie se interese por mi. Dicen que los lugares cambian pero las personas no. Es cierto. También aseguran que huyendo no se gana nada...
- Y es cierto -interrumpió Beatriz.
- ¿Sí? Pues yo digo que tampoco se pierde demasiado. Y algún día puede que lo demuestre.
- No serás capaz. Decirlo a la ligera es muy fácil, pero del dicho al hecho hay mucho trecho.
-¿Tú crees? Pues lo haré y muchos me pedirán que vuelva y eso únicamente servirá para alejarme aún más... aunque allá, en el mismo quinto infierno, lo esté pasando fatal y malviviendo, pero estaré malviviendo mi propia vida y seré casi libre. Y me tiraré veinte años ahorrando dinero para que cuando llegue el 13 de marzo del 2013, me compre un traje elegante y caro, compre dos pasajes para Nueva York, te llame y te haga el mejor regalo de cumpleaños de toda tu vida, enredados desnudos entre las sábanas de un hotel de la Quinta Avenida. Y ese día ya sí seré libre, completamente libre, habiendo dejado atrás a todo y a todos.
Beatriz estaba pálida y sus ojos brillaban tanto que parecía que iban a rebosar. No sabía qué hacer, qué decir... pero yo sí. La besé y me correspondió con uno de esos escasos besos sinceros. “Te quiero... espera un momento”. Me levanté y hablé con el dueño del local. Tras una breve conversación y un intercambio de palabras por dinero me dirigí hacia el escenario. El pianista que hasta entonces había estado tocando, dejó de hacerlo y me cedió su sitio, obedeciendo la seña del dueño. Bea estaba completamente desconcertada; no tenía la más remota idea de lo que estaba sucediendo.
Ajusté el asiento a la altura adecuada, respiré hondo y, tras mirar durante unos segundos ese piano, comencé a interpretar la mejor canción que jamás he compuesto... y era la canción de Bea. Lo hice como en los viejos tiempos, sin partitura. Era magnífica la sensación que experimentaba, llegando a dudar si aquello lo estaba haciendo por Bea o por mí. Ella, emocionada, lloraba. Y me sentí el hombre más feliz del mundo, aunque sólo durase unos instantes, incluso el más amado. Terminé la canción y con un “Te quiero, hasta la vista” desaparecí por detrás del escenario. Bea se quedó allí esperando a que me reuniera de nuevo con ella. Ignoro cuánto estuvo realmente.
Después de unos minutos, supongo que se daría cuenta de que, recordando mi pasado, intentando recuperarlo de algún modo, acababa de perder mi presente.

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