lunes, 27 de abril de 2009

XVI.

“¿Por qué no se oye la música? ¿Es que ha dejado de tocar ese maldito piano?”, se preguntaba Beatriz, sin hallar respuesta alguna. Deslizaba el tenedor en el plato, pasando de un lado a otro el último trozo de pescado que quedaba. Levantó la cabeza, miró a Nacho y se lanzó al vacío sin paracaídas.
- No. A veces dudo de que le haya amado alguna vez. Sé que siento algo por él, pero no sé qué es.
- Y entonces, ¿por qué te casaste con él?
- Por comodidad, supongo -agregó-. Cuando lo hice creía que le amaba y pensé que sería una buena oportunidad para alcanzar por fin la estabilidad, formar una familia y todo eso. Y la verdad es que me ha hecho muy feliz; es un buen marido y un buen padre.
- Pero no le quieres -interrumpió.
- Iñaki, no creo que ninguna mujer que te haya amado vuelva a sentir con otro hombre lo que le has hecho sentir tú -contestó-. Ni sé cómo lo haces ni me importa, porque probablemente si lo supiera perdería su encanto, pero es así y punto. Yo te amé con toda mi alma, créeme. No te rías -dijo al ver cómo él esbozaba una socarrona sonrisa-. ¿Es por lo de Kike? Sí, es por eso. Aquello no fue más que un desliz, una noche loca que habíamos celebrado algo por todo lo alto y el ron había corrido a raudales. Lo uno llevó a lo otro y ya ves.
- ¿Y no pensaste en mí?
- No, en ese momento no.
- Pero nunca has amado a nadie como a mí, ¿no es eso? -inquirió.
- No seas injusto, Iñaki.
Smoke gets in your eyes zanjó a tiempo la discusión. El pianista había acertado de pleno con la elección del tema, al que sucumbieron sumisamente los dos enamorados. Recordaron la noche de la fiesta en la Facultad de Derecho, el primer y arriesgado beso que se habían dado. Aquella noche había sido el comienzo de todo. Seguramente suponía el origen del viaje a Nueva York. Tan solo quedaba saber si el viaje a Nueva York significaría el comienzo o el fin de algún otro suceso trascendental. Otra vez sería el tiempo el encargado de decidirlo, con su inevitable y a veces odioso paso.
Nacho se levantó de su silla. Necesitaba ir al servicio y prometió volver en seguida.
- No te vayas a ir, pedazo de rencorosa -bromeó.
Beatriz se había quedado con la mente en blanco, la mirada perdida. No era capaz de expresar exactamente lo que sentía. Jamás lo había experimentado antes, pero le agradaba, y le agradaba mucho. De pronto, una canción la extrajo de su ausencia. Era su canción, la canción con la que veinte años atrás Nacho se había despedido en La Pérgola. El efecto que tuviera la primera ocasión, se vio multiplicado varias veces, alcanzando cotas indecibles. Sintió cómo su corazón aceleraba el ritmo estrepitosamente, las palmas de las manos le sudaban y una extraña sensación de vacío le invadía el estómago. Notó un agradable acaloramiento y se sorprendió llorando. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas, dejando a su paso un rastro húmedo y cálido. Apoyó las manos en la mesa y, empujando la silla hacia atrás, se levantó. Fue en busca de Nacho y Nacho fue en busca de ella, uniendo sus caminos, fundiéndolos en un apasionado beso entre las mesas de los numerosos comensales que, como buenos neoyorquinos, no se vieron asombrados.

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