domingo, 19 de abril de 2009

XIV.

Un botones de uniforme escarlata les dio paso a una de las suites con nombre exótico. Cerrar la puerta significó el definitivo asentamiento en el paraíso que para Beatriz era todo aquello. Se abalanzó sobre Nacho y le cubrió de besos, volviendo a amarle como casi veinte años atrás había hecho.
- Te quiero, Iñaki. Te quiero muchísimo.
- Yo también, Bea, yo también -repitió en un tono menos entusiasta, que ni siquiera percibió la mujer, completamente ebria de ilusión y alegría-. ¿Qué tal si nos vamos a cenar?
- De acuerdo -aprobó la sugerencia-, vámonos.
- Tranquila, Bea. Estás loca, ¿eh?
- Sí, loca por ti -afirmó mientras cubría con otra alud de besos el rostro de Nacho.
Atrás había quedado Bilbao, su marido, su familia. No recordaba a lo que había dado la espalda, al menos durante un breve espacio de tiempo. El justo para poder seguir el rastro de la estela de Nacho. Ni podía recordarlo, ni quería, en medio de aquel grado de excitación, que iba incrementándose a medida que los segundos transcurrían. Cada movimiento del segundero suponía una nueva sorpresa de efectos inmediatos en el comportamiento de la mujer.
- ¿Por qué no te das un ducha mientras yo arreglo unas cosillas?
Beatriz aceptó desde el cuarto de baño. Sus movimientos eran fugaces y vertía en torno suyo una energía inagotable cuya fuente no era otra que el entusiasmo.
Mientras se duchaba, Beatriz no podía extraer de su mente a Nacho. Le resultaba increíble todo cuanto había vivido a su lado, desde los lejanos años de la Facultad, cuando él conseguía dibujar siempre una sonrisa en su cara, desvaneciendo la sombra de la tristeza, al preciso instante que vivía. Veinte años no eran nada para Nacho. No había cambiado en absoluto, toda su vida había hecho lo que le había venido en gana, obviando cualquier norma, cualquier límite. Traspasar fronteras invisibles era lo que parecía impulsarle a vivir de aquel modo y al hacerlo, contagiaba a los que le rodeaban de ese ánimo provocador, revulsivo. Bajo aquella fachada de rebeldía posiblemente se ocultaba un miedo atroz a la vida. Un pánico que se veía ligeramente atenuado cuando daba muestras claras de desprecio por las reglas que todo el mundo ha de seguir y, de hecho sigue, inconscientemente, sin plantearse el cómo o el porqué. Como un niño asustado en la oscuridad, que ve en la luz su refugio, su protección y, en cierto modo, su única salvación.

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