lunes, 20 de abril de 2009

XV.

Cuando salió del cuarto de baño, envuelta en un albornoz blanco con las letras del hotel bordadas en azul, vio un elegante traje de noche extendido sobre la cama. El negro del tejido resaltaba con la claridad del juego de cama y le pedía a gritos que se lo probara. Lo cogió y habiendo secado las últimas gotas que aún resbalaban por su piel, se vistió. Era precioso. Mirándose en el espejo se sentía como hacía mucho tiempo que no lo hacía. Se sentía atractiva como una veinteañera enfundada en un ceñido traje que se ajusta a su esbelta figura para provocar las hormonas adolescentes de los chicos en perpetuo celo. El último zapato de tacón alto vestía su pie izquierdo cuando Nacho entró en la habitación y Beatriz lo expresó todo con la mirada. No fue necesaria ni una palabra, ni una sonrisa. Nada. Un mirada bastó para que Nacho quedara satisfecho y viera a la única mujer que había amado en su vida alcanzando una felicidad suprema. Incluso él mismo, podría haber asegurado que era el hombre más feliz sobre la faz de la Tierra.
- Es precioso -dijo ella.
- Por eso te debe de hacer tan preciosa, ¿no? -aduló Nacho-. ¿Estás lista?
- Claro. ¿A dónde vamos a ir?
- ¿De veras crees que te lo voy a decir? Anda, tira millas -dijo, haciendo ademán de apresurarse.
Cuando salieron del hotel, ya había anochecido por completo y la oscuridad rasgada por destellos de luz se cernía por toda la ciudad. Subieron en una limousina negra y se dirigieron al uno de la calle 67, donde se levantaba el Cafes des Artites, un lujoso restaurante francés en el que la etiqueta marcaba el derecho de admisión. Mientras esperaban la inminente llegada de la cena a su mesa, traída en bandeja de plata por un estirado camarero francés, degustaban un delicado y fino vino blanco.
- ¿Que tal? -preguntó Nacho.
- ¿Tú que crees? Nunca había sido tan feliz.
- Sólo trataba de asegurarme.
El vago y lejano sonido de un piano llegó a sus oídos. Se interpretaba una suave balada, más propia de un crooner que de un francés. En cuestión de segundos, los recuerdos explotaron como una granada en las mentes de la pareja, siendo él quien diera salida de algún modo a la metralla producida.
- En cierto modo, ¿no te recuerda a aquella noche en La Pérgola?
- En cierto modo -repitió Beatriz-, solo que como esta noche me abandones como hiciste entonces te mato.
- Estaría loco para dejar escapar a un mujer como tú otra vez.
En ese momento llegó el camarero y posó sobre la mesa los platos que en un patético francés había pedido Nacho. La comida estaba deliciosa y la música que se oía era el Falling in love with love, de Sinatra.
- En el avión no me respondiste a una pregunta -interrumpió la cena Nacho.
- ¿Qué pregunta?
- ¿Le amas realmente?
Beatriz guardó silencio y creyó que todo el mundo hacía lo mismo, expectante a su respuesta. Sentía que era la hora de desengañarse, la hora de decirle todo lo que llevaba dentro. La hora de la verdad.

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