sábado, 11 de abril de 2009

XIII.

La suave sacudida indicó que el avión se había posado en suelo estadounidense. El vuelo se había desarrollado entre espesas cortinas de nubes que parecían sostener al aparato, impidiendo que se precipitara y se estrellara contra el océano. Ni siquiera habían podido disfrutar de la imagen de postal de la Estatua de la Libertad porque ésta se hallaba envuelta por una densa bruma de polución y nubes de la que parecía no tener la intención de desprenderse. Una vez realizados todos los trámites burocráticos, incluyendo la desconcertante pregunta de si portaban fruta fresca o plantas, salieron de la terminal.
- Por fin he llegado, Nueva York -suspiró Beatriz, abriendo los brazos en cruz como si se diese la bienvenida-. Muchísimas gracias, Iñaki.
- Vamos, una cita es una cita y ésta la fijamos hace mucho tiempo -aseguró y le dio un sonoro beso en los labios.
Mientras Beatriz procesaba cada rincón del aeropuerto, por insignificante que fuera, Nacho decidía el medio de transporte para llegar hasta el hotel. Por unos siete dólares podían ir en el Carey-bus, pero un taxi era lo que se presentaba más adecuado a los ojos del hombre. Así pues, dispuso dirigirse hacia la parada de taxis, donde se encontraba una larga hilera de vehículos amarillos, con un gran medallón tatuado en sus capós.
- Plaza Hotel -indicó Nacho al subir en el coche.
- No me lo digas, el Plaza está en la Quinta Avenida -insinuó la mujer, que no dejaba de mostrar por un instante una amplia sonrisa de satisfacción.
- En el cincuenta y nueve.
Otra mirada adornada de un intenso fulgor. Otra sonrisa mostrando el albor de unos dientes perfectos. Otro beso sincero. Y todo enmarcado en un anochecer neoyorquino que atrapaba sin tregua a Beatriz, que deseaba poder retener en su memoria cada minúsculo detalle de aquella estancia en la ciudad de su vida. A toda velocidad atravesaron toboganes de puentes, se deslizaron por carreteras que se retorcían, subían y bajaban en frenético frenesí de espectacularidad, bajo la dominante mirada de los rascacielos. Entre aquel abrumador paisaje de cemento, de vidrio y de acero apareció el verdor de Central Park, todo un islote en una isla. Beatriz permanecía callada, con una expresión en su rostro de profunda admiración, impresionada por aquella visión que era como siempre había soñado, seductora, maravillosa. Sus ojos se abrieron, si cabía aún más, cuando se cruzaron con la catedral católica de San Patricio que, con su llamativo mármol blanco y su estilo neogótico, se veía escoltado por aquellos rascacielos interminables que producían un curioso contraste. Llegaron al cincuenta y nueve y Nacho pagó los treinta dólares de la carrera. Cuando se apearon del vehículo vieron ante si un alto edificio blanco de tejado cobrizo, salpicado por filas paralelas de ventanas verdes. Las limousines aparcadas en doble fila a la puerta del hotel daban la bienvenida al eventual huésped o trataban de seducir al circunstancial transeúnte. Beatriz giró sobre sus talones y contempló el Central Park, que con su aparente calma verdosa hacía respirar a la Quinta Avenida en medio del smog -niebla y humo- de la apoteosis urbana.
- ¡Es tan fantástico! -exclamó la mujer en una explosión de alegría contenida mucho tiempo.
- Vamos, Bea, pasemos dentro.
Y, cogiendo por la cintura a la mujer de sensual contoneo, atravesaron el umbral de la puerta, tragados por la opulencia y la celebridad del Plaza.

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