viernes, 6 de marzo de 2009

VII.

Nacho se encontraba en Herriko Plaza, esperando impaciente a Beatriz. Vestía un impecable traje azul marino que sustituía a sus antiguos y desgastados vaqueros. Se preguntaba si reconocería a Beatriz después de tantos años. Estaba tan seguro de que aparecería por la plaza que no cabía en su mente el cuestionarse si aquello había valido la pena o no. Sin embargo, ya era la hora y Beatriz no aparecía por ningún lado. “En casi veinte años no ha cambiado... llegará tarde hasta a su entierro”, pensó Nacho, esbozando una socarrona sonrisa. A lo lejos, la figura de una atractiva mujer le hizo perder la impaciencia, que se esfumó de golpe ante aquella visión. Era Beatriz. A pesar de los años y de los dos embarazos, mantenía una esbelta figura, que mostraba contorneando sus caderas con el ligero balanceo que practicaba siempre al caminar. Sus largas piernas parecían no acabar nunca, hasta desembocar en aquella estrecha cintura sobre la que se levantaba un torso provocador, inocentemente lascivo. Cuatrocientos recuerdos golpearon todos a la vez la mente de Nacho, mientras Beatriz había conseguido ponerse a su altura.
- Hola, Iñaki -saludó tímidamente la mujer.
- Hola -correspondió-, estás estupenda.
- Sí, claro. Tú tampoco estás mal... supongo -hizo una pausa, miró unos segundos al suelo y levantó después la cabeza-. ¿Qué quieres?
Nacho se levantó del banco en el que se había sentado cuando llegara a la plaza y besó en la mejilla a la mujer. Ésta permaneció impasible ; la expresión de su cara parecía más bien la de un maniquí, fría, distante, fija.
- Felicidades.
- Gracias. ¿Has venido de donde quiera que lo hayas hecho sólo para decirme felicidades?
- Y para llevarte a Nueva York -replicó Nacho, sin saber muy bien si mostrar una ligera sonrisa o mantener el duelo con la cara de maniquí.
- ¿Qué ? ¿Estás loco ? -gritó Beatriz, cambiando bruscamente su expresión, que ahora se desencajaba y anunciaba cualquier tipo de reacción que estuviera en contienda con la impasividad-. Debes estarlo. Después de lo que me hiciste, ¿y quieres que ahora lo olvide todo y me vaya contigo a Nueva York?
- Sí.
- ¿Sí? ¿Y qué le digo a mi marido? ¿Y a mis hijos?
- No les digas nada. Márchate y punto -respondió el hombre con tranquilidad.
- No, Iñaki, no. No todos somos como tú. Estoy casada y eso no lo puedes cambiar ni tú ni tus locuras, ¿entiendes?
- ¿Has ido ya a Nueva York?
Por lo inesperado de la pregunta, Beatriz sintió como si se le clavase un hierro al rojo vivo en el corazón. Casi podía sentir el olor a carne quemada. Tenía ante sí al hombre que más feliz le había hecho y, sin embargo, el que más le había hecho sufrir. Los porcentajes entre felicidad y sufrimiento, si es que es posible medirlo en porcentajes, debían de ser muy semejantes. No obstante, el grado de felicidad, aún midiendo lo mismo, gozaba de tal intensidad que parecía doblar varias veces al dolor. Siempre había sido así, cuando tenían veintitantos o treinta años, aunque en éstos últimos fuera por medio de los recuerdos.
- No, no he ido nunca a Nueva York -respondió, cambiando sorprendentemente el tono de voz, idéntico al de un niño cuando es reprendido por alguna travesura-. Pero, ¿no te das cuenta de que estoy casada ? Todo es distinto... ya no tenemos veinte años...
- ¿No eras tú quien decía que no tiene nada de malo ser infiel? ¿Que por hacerlo no vas a dejar de querer menos a tu pareja? Debieron ser palabras vacías, ¿no? De esas que tanto decías para hacerte pasar por lo que no eras.
La mano de Beatriz describió en el aire un arco amplio que acabó su trayectoria en pleno rostro de Nacho.
- Eres un gilipollas... siempre lo has sido y siempre lo serás -insultó con los ojos vidriosos-. Nunca olvides que yo te quise como seguramente nadie te ha querido jamás... porque tú no te dejas querer.
Beatriz se dio media vuelta y antes de que pudiera dar el primer paso, sintió como la mano del hombre asía su brazo con fuerza, tirando de él y haciéndola girar de nuevo sobre sus talones. Cuando lo hizo, encontró la cara de Nacho, con un guiño de los suyos.
- Te espero aquí dentro de un hora -anunció.
- No vendré -advirtió la mujer, tirando de su brazo para librarse de la presa.
La esbelta figura se perdía por donde había aparecido, con su contoneo mucho más pronunciado.
- ¡Una hora! -gritó Nacho.
Y Beatriz hubiera querido no oírlo, pero lo hizo. Hubiera querido no haber recibido aquella llamada ni estar en ese momento llorando. Hubiera querido, en el fondo, no desear con toda su alma perderse por las calles de Nueva York con aquel hombre. Tantos sueños se habían escapado a lo largo de su vida que sentía que, por una vez, debía darle la espalda a todo y hacer una locura. Con Nacho, además, la locura precisamente estaría siempre asegurada, para bien o para mal.

3 comentarios:

Treinta Abriles dijo...

En todo momento nos pueden asaltar las dudas y los fantasmas del pasado. Somos vulnerables, pero... ¿Estamos dispuestos a pagar el precio?

David Bollero dijo...

Los cadáveres y fantasmas que uno ha dejado atrás siempre son eso... ¿Precio? alguno, creéme, son una auténtica ganga...

Treinta Abriles dijo...

No me refiero a los que no "cuesta nada pagar". Me refiero a los que suponen hipotecar tu presente.

Beatriz: un marido, hijos...