domingo, 15 de marzo de 2009

IX.

Beatriz caminaba con un paso acelerado. Llegaba tarde. Nacho le había dado una hora y ese plazo ya había expirado. ¿Seguiría aún en la plaza? Tenía que seguir. Mientras caminaba, los pensamientos en forma de frases sueltas se agolpaban en su cabeza de un modo anárquico, pero eficaz, terriblemente eficaz. Estaba convencida de que aquello era una locura, pero algo en lo más profundo de sus ser la movía a hacerlo. Tenía la sensación de que si no lo llevaba a cabo sería otro hecho que se acumularía al conjunto de decepciones que había en su vida. Tenía un marido y dos hijos a los que quería. ¿Y qué? No tenía nada más y, si algún día lo había tenido, se había perdido por el camino. Nacho, en cambio, conservaba esa demencia de su juventud, esa espontaneidad. Parecía no querer asentarse en ningún sitio, no querer apoyarse, como acaba haciendo todo el mundo en alguien. Era un idealista endemoniadamente realista. ¿Cómo se puede ser así? Nacho poseía la singular cualidad de poder hacer cosas que parecen imposibles -son ideales- pero que con enorme facilidad las hacía... y ni siquiera les prestaba atención porque a sus ojos era algo normal y corriente. Aceleró aún más el paso.
Casi veinte años. Beatriz se preguntaba qué podía haber hecho en tanto tiempo. Ella se había casado con un buen hombre. Le amaba, si bien es verdad que jamás había sentido por él lo que un día sintió con Nacho. Era posible que ese fuera el motivo por el que estaba entrando en Herriko Plaza y avistaba a lo lejos a Nacho, en el banco. El motivo por el que se marcharía a Nueva York y esperaba acabar en un hotel de la Quinta Avenida retorciéndose de placer entre las sábanas con Nacho... con su Iñaki.

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