domingo, 14 de diciembre de 2008

VIII.

¿Por qué demonios la cabeza de las personas tenía que comenzar a funcionar en el momento más inoportuno? Siempre ocurría lo mismo; la sucesión de acontecimientos se desarrollaba paso a paso, sin dejar un solo detalle. Aquel domingo por la noche debía acostarme temprano, a menos que al día siguiente pretendiese tirar al cubo de la basura todo el trabajo realizado en los últimos días. A las ocho de la mañana me encontraría sentado en un banco de clase, al final del largo pasillo, con mi pluma azul Mont Blanc en mi mano izquierda y dispuesto a realizar un examen, formato de test, de Mecánica. A decir verdad, habría preferido comenzar la semana con algo menos emocionante, pero no había elección. En esta vida, cuando no se tiene elección, sólo se puede hacer una cosa: aceptar el acto a realizar con la mayor dignidad y entereza posibles y, dentro de lo que cabe, facilitar el camino hacia el ineludible acto. Ignoraba si mi dignidad y mi entereza estarían a la altura debida, pero con respecto a la segunda premisa, me había armado con un pequeño kit de chuletas, hábilmente producidas y que, sabiamente camufladas, supondrían la facilidad que precisaba hacia ese ineludible acto.
Era incapaz de cerrar los ojos, dejar la mente en blanco y dormirme plácidamente. Mi cabeza funcionaba y funcionaba, recordándome que no tenía dinero, que lo necesitaba, que desconocía cómo obtenerlo. “¿Tienes alguna limitación sexual?”. “Pero esto es con señores, ¿lo sabías?”. Aquellas frases se repetían en mi interior produciéndome una sensación de culpabilidad; era culpable de haber pensado que prostituyéndome viviría mejor, sin darme cuenta de que el beneficio económico jamás compensaría la pérdida, ya no espiritual -eso implicaría a un Dios- sino la pérdida de la dignidad como persona. Vendiendo el propio cuerpo se menospreciaba la esencia del ser humano y se devaluaba hasta límites inimaginables, empapándose de una moral esquelética o, más aún, de una amoralidad que sostenía la anarquía total de actos.
Me intentaba escudar inútilmente en el hecho de que siempre haya intentado averiguar la diferencia entre prostituirse y ligar con chicas desconocidas cada fin de semana. Todos los sábados entraba con mis amigos en algún bar con la lujuriosa intención de encontrar a una chica dispuesta a besarse desenfrenadamente conmigo, permitiéndome introducir mi mano por la cremallera de su pantalón y quién sabe si algo más. Aquello era prostituirse gratuitamente, luego hasta cierto punto, las putas y los chaperos actúan con más inteligencia que nosotros. La única diferencia reside en que yo buscaba solamente sexo y las putas lo utilizan como mero instrumento para obtener dinero.
Si el dinero fuera lo único que matizara ambas situaciones, no habría dudado un segundo qué hacer, pero había algo en mi interior que me empujaba lejos de aquella tenue línea que separaba la prostitución del ligue. Quizás era ese elemento judicial que llaman conciencia, quién sabe. Pero cuando recordaba la cara de Beatriz cuando me había pedido que fuera a aquel viaje, mis ojos brillaban tanto que parecía que iban a rebosar y no contemplaba otra salida: tenía que conseguir ese maldito dinero fuera como fuera, tenía que ir con ellos a Málaga, tenía que decirle por fin a Beatriz que me gustaba más de lo que nadie lo había hecho en toda mi vida y que deseaba probar a tener, por una vez, un poco de estabilidad. Quería saltar al vacío con ella y hacerlo sin paracaídas, retando a la suerte, porque cuando realmente buscas algo bueno, hay que provocar a la suerte... y provocarla con descaro y soberbia.

2 comentarios:

Javier J. Concepción dijo...

Bukowski es un puto analfabeto a tu lado.
En este capítulo, se ve que la novela es pura autobiografía.

David Bollero dijo...

El detalle de la pluma... demasiado evidente...