miércoles, 3 de diciembre de 2008

VII.

El tiempo transcurría a toda velocidad... como los coches. Los días iban quedando atrás y sin percatarnos habíamos pasado juntos ocho meses, durante los cuales no se habían producido desavenencias dignas de mención. Con frecuencia nos citábamos en algún bar con el fin de saber a dónde iríamos esa tarde y la mayoría de las veces acabábamos por no salir de ese bar. Allí charlábamos de los temas más dispares, degenerando las discusiones en sentencias pseudofilosóficas, radicales y que no iban a parar a ningún lado. Comenzábamos a hablar y perdíamos completamente la noción del tiempo. La cuestión más absurda nos era suficiente para discutir durante horas. Recuerdo un día en especial. No podría determinar la fecha exacta porque nunca reparo en ese tipo de cosas, pero sí todo cuanto sucedió.
- Sí, eso es como lo de la infidelidad, ¿no? -dijo Bea. Habíamos estado hablando sobre cómo la gente en general vivía circunscrita a toda una serie de normas sociales que, casualmente, resultaban de lo más absurdas-. No tiene nada de malo ser infiel, lo que pasa es que la sociedad lo ve mal. Siempre lo ha visto mal y, claro, no se puede ser infiel.
- ¿Quieres ser infiel?
- Yo no he dicho que quiera ser infiel, Iñaki, pero no tiene nada de malo. Vamos a ver, pongamos que yo tengo un mal día o que por cualquier otro motivo me lío con un tío y nos acostamos, ¿voy a dejar de quererte por eso? Eso no es amor, es sexo y se acabó. Yo te voy a seguir queriendo.
- Tal vez, pero yo a ti no -aseguré.
- Ya, eso no te lo crees ni tú. Si me quieres de verdad no vas a dejar de hacerlo de golpe.
- Yo sí, créeme.
- ¿Y por qué? Sólo habría sido sexo.
- Ya lo sé -coincidí-, pero no se puede hacer eso. No me mires así, es cierto. Una relación no puede basarse sólo en lo que se hace juntos, sino en lo que se hace separados... es casi más importante. Es muy difícil de explicar. Yo qué sé, el caso es que yo sí sería capaz de dejar de amarte de un día para otro.
Se sonrió, me cogió la mano entre las suyas y acercándose para besarme añadió: “Por si acaso no haremos la prueba, ¿eh?”. “Tú misma, rompecorazones”.
De regreso a su casa me anunció que Irene y los demás estaban preparando un viaje a Málaga. La gente, según decía, estaba muy ilusionada con el plan. Ella también. Lo contaba con ese brillo especial en los ojos que sólo se tiene en ciertas ocasiones y que siempre indica la fragilidad del deseo. Un deseo que yo no quería romper.
- ¿Vendrás tú también, no?
No hay ser humano capaz de decir “no” en un momento como ése y, sobre todo, ante aquel rostro que rebosaba felicidad. “Claro, no me voy a perder un viaje así”. De nuevo me besó, pero fue un beso muy distinto a los demás. Este fue largo, suave y sincero. Todos sus besos eran sinceros, no me cabe la menor duda, pero siempre iban cargados de pasión, de deseo. Éste, en cambio, quedaba desprovisto de todas esas sensaciones y resultaba más pausado, más... lleno de amor. Toda una carga de profundidad para mi corazón desprevenido.
Realmente me apetecía ir a aquel viaje, pero no tenía dinero y la situación en mi casa era demasiado tormentosa como para pedir que me lo subvencionaran. Además, aunque hubiera sabido que lo harían, nunca se lo habría pedido; no quería deberles más de lo que les debía hasta entonces. Nada. Me había precipitado con mi respuesta afirmativa a aquel viaje y ahora no sabía cómo iba a conseguir el dinero. Había realizado algunos intentos, pero era inútil. Irene me cogió con las manos en la masa, leyendo los anuncios de trabajo en el periódico. A pesar de que nunca hablábamos, era una de las personas que mejor creía conocerme y en seguida me preguntó:
- ¿Qué? ¿No tienes pelas para el viaje, eh?
- Ya está la lista -respondí, tras levantar la vista del periódico y comprobar quién me estaba hablando-. Pues sí, ni un duro.
- Aún no sé por cuánto saldrá, pero no creo que sea demasiado.
- Organizándolo una tía que se llama Irene y que le gusta que la llamen Luna, seguro que sale por un ojo de la cara. Con lo que me va a costar el viaje, podría cambiar las puertas de casa, pintar mi habitación, comprarme el ordenador y mandar a mi madre al asilo.
Irene se reía a carcajadas. Su escandalosa risa era tremendamente contagiosa y en la cafetería de la Facultad todos terminaban por reírse aún sin saber el motivo.
- ¡Qué idiota eres, cara huevo! Pues que sepas que “Irene” significa “guerra”, así que ten cuidado -amenazó entre risas-. Pero, ¿te apetece ir?
- Claro, aún no sé como voy a ir pero sí que me apetece. Además, tendríais un guía cojonudo. Conozco algún garito por allí que está muy bien.
- Sí, hombre. Y me llama a mi lista. A ver, sabihondo, qué garitos conoces, que yo he vivido allí.
No debía haber dicho nada. Nadie tenía por qué saber que yo conocía Málaga. Todos creían que nunca había salido de Madrid, salvo en viajes de fin de curso, porque siempre que hablaban de sus viajes yo me callaba, incluso hacía preguntas acerca de esos lugares cuyas respuestas conocía sobradamente para disimular. Pero quería ver la cara de Luna cuando le contestara.
- Pues podemos ir al cine, por ejemplo.
- ¡Ostia! ¡Te has mojado mucho, listillo! ¿Qué cine?
Ella lo había querido. Acababa de encender la mecha de la bomba que le iba a estallar en las manos, dejándola con la boca abierta.
- ¿Qué te parece al Alameda, o al Echegaray? Claro que si el cine no gusta siempre está el teatro, el Miguel de Cervantes, mismamente.
La expresión de su cara había cambiado súbitamente y me miraba con los ojos muy abiertos, casi sin pestañear. Era el momento de dar la estocada definitiva.
- Y luego nos íbamos a tomarla al Quitapenas, a Lo Güeno o al H20, ahí en La Malagueta.
- ¡Qué capullo eres! ¿Cuándo has estado? -lanzó la pregunta, ahogada por la risa.
- Eso nadie lo sabe -repliqué, acompañando la contestación de un guiño de ojo mientras me levantaba-. Es el misterio de Nacho, ¿no?
Me fui y Luna se quedó allí plantada, sin saber muy bien qué decir y repasando mentalmente los nombres que le había dado.

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