lunes, 1 de diciembre de 2008

VI.

El siguiente encuentro fue mucho más satisfactorio. Tenía lugar una fiesta en la facultad de Derecho y, por casualidad, coincidimos allí. La vida tiene estas cosas: cuando uno ni siquiera se lo imagina, aparece lo inesperado que, en el fondo sí que se espera y desea, pero que es tan remoto que resulta imposible. Es entonces cuando uno nota esa extraña sensación como si alguien le llamase por la espalda, se vuelve y ¡bingo!, ahí está quien queríamos que estuviera, por increíble que parezca... Y allí estaba ella, con una camisa azul y unos vaqueros ceñidos que marcaban su esbelta silueta, sonriéndome con uno de sus cien mil tipos de sonrisa... y todos ellos preciosos.
- ¡Hombre, mira a quién tenemos aquí! Si es miss planta carnívora... -saludé.
- Hola, no sabía que ibas a venir. ¿Llevas mucho?
- Vaya, un rato. Venga, ¿qué quieres tomar?
- Prefiero bailar -contestó, rotunda.
Me limité a callarme. Un alud de silencio se precipitó sobre nosotros y, por un momento, ni siquiera oí la música. Al fin, se decidió a romper aquel silencio.
- ¿Bailas? -invitó.
- Mejor que tú.
Volvió a reírse y antes de que tuviera tiempo para reaccionar deslicé mi brazo por su cintura y me dirigí con ella hacia la barra del bar. Ángel se encontraba al otro lado del local observando atentamente el proceso con aquella cara de Michael Douglas alelado.
- Ah, pero entonces, ¿es que no vamos a bailar?
- Hay un pequeño problema -me disculpé-, aparte de lo de mi pata de madera, soy demasiado patoso con las piernas... debe de ser que no le llega suficiente oxígeno a mi cerebro y no les manda órdenes a las piernas y cada una va por su lado. Si quieres podemos intentarlo, pero puedes quedar lisiada para el resto de tu vida de los pisotones que te dé.
Y seguía riéndose. Resultaba muy fácil dibujar una amplia sonrisa en aquel rostro y eso era genial, sencillamente genial. Cada frase que salía de mi boca parecía inyectarle una buena dosis de carcajadas. Me gustaba. Además, se había resignado a no bailar y a acompañarme mientras bebía mi quinto whisky de la velada. Charlamos toda la noche, bajo la atenta mirada de Ángel, que comenzaba a inquietarse. Cuando Beatriz acudió al servicio fui rápidamente en busca de Ángel.
- ¿Qué tal?
- Bien, muy bien. Esta es la piba que te decía -dije.
- ¿Ésta? Tenías razón, no está nada mal. Y qué, ¿hay posibilidades o no?
- Eso duele -lamenté, simulando a uno de esos actores de cine mudo-. Claro que hay posibilidades, no dudes de mí. En dos minutos...
Fue imposible terminar la frase porque en ese mismo instante regresó Beatriz por sorpresa y me interrumpió bruscamente.
- Hola -saludó.
- ¿Ya estás aquí? - pregunté sin esperar respuesta-. Mira, éste es Ángel. Ángel, Beatriz.
Se saludaron el uno al otro y antes de que pudiera decir nada, Beatriz preguntó “¿Qué pasa en dos minutos?”. Guiñé un ojo a Ángel e inmediatamente después me acerqué a ella, la besé y le dije “Que te voy a sacar a bailar”. La mirada de Ángel ya no era atenta, era atónita. Nos veía bailar, muy pegados, casi fundiendo nuestros cuerpos en uno solo. Ella apoyaba su cabeza en mi hombro y, suavemente, dijo:
- ¿Y si te llega a salir mal?
- Es que me ha salido mal -repliqué-. He tardado menos de dos minutos.
- Estás loco... y eso me gusta.
- Por algo hay que empezar, ¿no? -dije, besándola de nuevo.
Tras este último y largo beso permanecimos callados el resto de la canción: Smoke gets in your eyes, interpretada por The Platters. Jamás olvidaré esa canción. Fueron los dos minutos y treinta y nueve segundos más especiales en mucho tiempo. Desde entonces la he escuchado cientos de veces y cada vez que lo hago, siento lo mismo que aquella noche, bailando allí pegados, olvidando todo cuidado por no pisarla y sabiendo que mi coche había cogido un desvío desconocido hasta entonces, un desvío que tal vez, y sólo tal vez, no era si no una calle cortada más.

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