martes, 25 de noviembre de 2008

IV.

La luz taladraba dolorosamente mi retina. Abrí poco a poco mis ojos y lentamente apareció ante mí el rostro de una mujer. Debía de rondar la cincuentena y, desde luego, no resultaba nada atractiva. Me agitaba insistentemente a la vez que apretaba sus fuertes manos contra mis hombros, como queriendo unirlos a la altura del cuello.
- ¡Despierta ya, chico! ¡Despierta! Deja ya de soñar -gritaba la enfermera, cuyo parecido con la anterior, con aquella pequeña gran diosa que únicamente podía actuar como lo hizo en mi sueño, era completamente nulo.
- ¿Qué estabas soñando, muchacho? Se te oía desde la otra punta del hospital.
- ¿Se me oía? ¿Y qué decía? -quise saber, arriesgándome a caer en un estrepitoso ridículo.
- Nada, sólo gritabas... y cuando he llegado aquí, justamente te has callado y estabas con una sonrisa de oreja a oreja -se calló un instante, frunció el ceño logrando parecer aún más fea de lo que era y preguntó- ¿Te han dado algún sedante?
- Pues no lo sé... ni siquiera sé cómo he llegado aquí.
Tras esta breve conversación, la enfermera desapareció por la puerta, desconcertándome al no descubrirme el misterio de mi llegada. “Me duele todo el cuerpo” había dicho en el sueño; ¿por qué sólo son este tipo de cosas las que siempre se trasladan de los sueños a la realidad? De la otra enfermera, ni rastro y, en cambio, tenía a la vieja que me transformaba cada vez que me cogía en una coctelera humana. ¡Claro que me dolía todo el cuerpo! Por fuera y por dentro. La decepción que me produjo la nueva enfermera resultaba más dolorosa que la paliza propinada por los tres matones. ¡Parecía tan real! Habría cumplido uno de mis grandes sueños frustrados: acostarme con una cuarentona viciosa.
“Algún día” me digo siempre. Tiempo al tiempo, para ese y para el resto de los sueños. Pasar una noche frenética de lujuria y pasión con una negra o meter la cabeza debajo de un grifo de cerveza son dos de los otros grandes sueños. O al menos de esos deseos que uno siempre anuncia cuando se está reunido con los amigos y le apetece bromear... El problema es que a mí siempre me gusta bromear.
Tendido sobre la cama estuve a punto de llorar. Nadie me veía y, por un momento, sentí deseos de desahogarme soltando alguna lágrima. Sueños, deseos... son palabras tan sencillas de decir y que encierran tantas cosas... Allí estaba, en un hospital cuyo nombre desconocía, con el cuerpo deshecho a fuerza de golpes y solo. La enfermera me había preguntado que si llamaban a algún familiar y la respuesta... la de siempre: No.
No quería a nadie a mi lado. Sin compañía estaba muy bien, perfectamente. No sé qué clase de persona soy. Me había convertido en un auténtico ermitaño mental y de seguir así me iba a quedar solo. Pero me agradaba la idea de vivir en soledad. Siempre lo había hecho así, aunque se tratara de una soledad ambigua y efímera, porque sabía que en el momento que yo quisiera podría romper esa soledad. Sin embargo, si continuaba actuando de aquel modo, jamás podría dar marcha atrás y no saldría de esa soledad. Era como si mis sentimientos se hubieran esfumado. Quería a mucha gente, quizá a demasiada y ese era el verdadero problema. Es imposible querer a tantos... En cualquier caso, parecía que en el fondo pretendía desvincularme de aquellos lazos afectivos. Me asustaba la situación pero no deseaba cambiar. Buscaba un motivo para hacerlo y no era capaz de encontrar ninguno lo suficientemente poderoso como para modificar mi comportamiento. Si había de cambiar, que fuera por sí solo, yo no pensaba poner nada de mi parte.

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