miércoles, 19 de noviembre de 2008

II.

Alcanzaba a ver a lo lejos la plaza de Manuel Becerra. Recordé los perritos calientes que preparaban en un bar de la zona. La imagen de uno de estos perritos con su salchicha grasienta, empapada en ketchup y mostaza y envuelto en una servilleta aún más calada por las salsas me despertaron unas terribles ganas de vomitar. Estaba tan borracho que incluso tuve la odiosa sensación de estar oliendo la pegajosa fragancia del perrito. Me agaché un poco, apoyándome con la mano en una farola y contemplé impávido cómo me salpicaba los zapatos y los pantalones de una asquerosa sustancia maloliente. Debía de ser en gran parte whisky porque no había comido nada durante toda la noche. Me incorporé, extraje de mi bolsillo un pañuelo de papel y me limpié los labios. Cuando giré sobre mis talones y di media vuelta me encontré con tres tipos de apariencia cuanto menos sospechosa.
- ¿Tienes fuego?-preguntó uno de ellos.
- No, que va, no fumo -balbuceé, dado que mi estado no me permitía hacer mucho más.
- ¿Y dinero?
¡Bingo! Había dicho la palabra clave: “Dinero”. Sentí cómo la embriaguez se había esfumado de repente y en un abrir y cerrar de ojos tomé la decisión de salir corriendo. Por desgracia, el movimiento y la coordinación de mis piernas no era todo lo bueno que hubiera sido deseable y no tardaron en darme alcance.
- ¿A dónde vas, hijo puta? ¿Eh? ¿A dónde? -preguntaba el que parecía ser el jefe en un tono que no sugería que me esperase una noche demasiado agradable.
Siguieron hablando y gritando pero no entendía nada. Tras el primer golpe, noté cómo la sangre me empapaba la cara y quedé considerablemente aturdido. Uno de ellos me cogió fuertemente de los brazos desde atrás mientras los otros dos, que parecían doscientos, practicaban con mi rostro y mi vientre unas cuantas series de directos y ganchos de izquierda. Sentía que la cabeza me iba a explotar y cómo algo en mi interior se detonaba provocando un terrible dolor agudo. Continuaban golpeándome, desollándose los nudillos contra mi rostro ensangrentado. Yo forcejeaba inútilmente para intentar liberarme. No aguanté más y, prácticamente, había traspasado el umbral de la consciencia cuando cesó mi resistencia. Me soltaron y mis piernas no pudieron seguir sosteniéndome por más tiempo y caí al suelo golpeándome la cabeza contra el pavimento. Cogieron mi cartera y la vaciaron sobre mi pecho para después recoger de él lo que les interesó. Dieron media vuelta y se fueron.
Tendido en la acera, en medio de un charco de sangre, me incorporé y, una vez más, tuve que decir una solemne estupidez que me costaría un disgusto:
- ¡Hey! ¿No vais a invitaros a nada ahora que habéis cobrado?
Lo último que vi fue al jefe corriendo hacia mi, mordiéndose con rabia la lengua, levantando la pierna hacia atrás y... ¡Flash! Una oscuridad absoluta, nada más, pero a juzgar por los nueve puntos de sutura de la cabeza debió de ser una patada espectacular.

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